En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

—Sofía —dijo, mirándome con la frialdad reservada para los errores imperdonables—, hemos tenido paciencia con tu… fase. Ese teatro de ‘mujer independiente’, esa negativa a casarte, ese trabajo del que nunca hablas, esa forma de apartarte de todos.

—Estoy literalmente sentada aquí —susurré.

—Sí, físicamente. Pero emocional y espiritualmente llevas años ausente.

Miré a mi alrededor, buscando un gesto de apoyo. Nada. Diego observaba su postre con devoción científica. Julia revisaba su teléfono. Marisa retocaba su labial. Incluso papá parecía incómodo, pero callaba.

—He estado construyendo una vida —respondí, sin saber que esa misma noche mi familia iba a descubrir, de la peor manera, qué clase de vida era esa. Y que lo que estaba a punto de cruzar la puerta del restaurante lo cambiaría todo.

La puerta del restaurante se abrió con un chirrido suave, casi imperceptible para cualquiera excepto para mí, que llevaba toda la cena con los nervios tensos como cuerdas de violín. Sabía quién había llegado incluso antes de verlo: el leve murmullo de los camareros, la repentina rectitud en la postura del maître, la vibración automática en mi móvil que anunciaba un mensaje de confirmación.

Era él.

Mi guardaespaldas.

O, más exactamente, la persona que hacía tres años había sido asignada para protegerme, aunque la palabra “proteger” no acababa de captar la complejidad de nuestra relación profesional. O personal. O lo que fuera que se había vuelto en los últimos meses.

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