En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

—Por Ricardo Herrera —añadió mamá, con la autoridad de quien lleva treinta y cinco años cultivando el papel de esposa impecable de un alto ejecutivo—, el hombre más exitoso que conozco y el padre de dos hijos maravillosos.

Dos, no tres. La omisión fue un golpe certero. Diego, mi hermano mayor, levantó la copa con una sonrisa orgullosa, embriagándose de la aprobación implícita. A sus treinta y ocho años, era todo lo que mis padres habían soñado: máster en negocios, socio en un importante despacho, marido de la clase de mujer “adecuada”, dueño de una vida “como debe ser”. Su esposa, Julia, sonreía como si la escena le pareciera perfectamente natural. Sus dos hijos pequeños, impecablemente vestidos, parecían accesorios de catálogo en una vida de anuncio.

Mi hermana menor, Marisa, de veintisiete, recién comprometida con un gestor de fondos de inversión, completaba la postal familiar. Ella era exactamente lo contrario a mí: rubia donde yo era morena, encantadora donde yo era reservada, convencional donde yo era… algo más difícil de definir.

—Y brindemos por la familia —dijo Diego, usando un tono solapado que hacía evidente que no me incluía—. Por quienes comparten los mismos valores y se apoyan siempre.

Bebí un trago del vino tinto reserva del 2015. Sabía que costaba unos cuatrocientos euros por botella —yo había visto el precio cuando papá lo pidió— aunque el restaurante lo cobraba casi al doble. Ese detalle, inadvertido para todos, revelaba más sobre la situación económica de la familia de lo que ellos imaginaban.

Entonces mamá habló, y el ambiente pareció tensarse un grado más.

—Hablando de familia, hay algo que Ricardo y yo hemos soportado demasiado tiempo.

“Ya viene”, pensé, dejando la copa y preparándome para la humillación cuidadosamente programada para la noche del cumpleaños de mi padre.

Leave a Comment