En el cumpleaños de mi padre, mamá murmuró: «Para nosotros, ya no existe». Y justo en ese instante entró mi guardaespaldas

—Sí. Pero una cosa es imaginarlo… y otra verlo. —Miré mi reflejo en la ventana: ojos oscuros, firmes, sin lágrimas. Un contraste brutal con la niña que mis padres aún creían que ERA.

—Te lo dijeron desde el dolor —añadió.
—No —rectifiqué—. Me lo dijeron desde el miedo. Miedo a lo que no pueden controlar. Miedo a lo que no entienden.

Él no discutió. Nunca lo hacía cuando sabía que yo tenía razón.

La ciudad pasaba rápido por mi ventana: edificios altos, faroles brillantes, sombras que se deslizaban entre callejones. Un escenario que, para la mayoría, era rutina. Para mí, era territorio operativo.

Era hogar.

—No tienes que demostrarles nada —dijo él, y por primera vez desde que lo conocía, su voz sonó… suave. Casi humana.

—No lo hago por ellos. —Giré el rostro hacia él—. Lo hago por mí. Necesitaba escucharlo para saber que no debo mirar atrás.

Sus manos, fuertes y disciplinadas, apretaron ligeramente el volante. Un gesto mínimo, pero revelador.

—¿Quieres que te lleve al apartamento? —preguntó.

Sabía por qué preguntaba. Sabía lo que significaba esa pregunta. Mi apartamento era seguro, vigilado, controlado. Mi refugio. Mi burbuja profesional.

Pero por primera vez esa noche, el lugar más seguro no parecía una dirección con protocolos y sensores.

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