Elena respiró hondo. El documento describía que las niñas presentaban “marcadores genéticos de interés biomédico” y que habían sido “seleccionadas”. La palabra la disgustó profundamente. Nada de eso era legal. Nada de eso figuraba en investigaciones oficiales. Era tráfico encubierto de menores con objetivos médicos.
Entonces oyó pasos. Rápidos. Cercanos.
La inspectora apagó su linterna y se escondió detrás de un archivador.
Una figura pasó por el pasillo. No era un vagabundo ni un curioso: vestía bata blanca, llevaba un maletín y un llavero con acceso magnético. Se detuvo frente a una puerta blindada y marcó un código. El mecanismo emitió un pitido y la puerta se abrió.
Elena contuvo el aliento.
Cuando el hombre entró, ella aprovechó para deslizarse y evitar que la puerta se cerrara por completo. Se introdujo en el interior, donde la temperatura era sorprendentemente más cálida. El sonido de aparatos electrónicos vibraba suavemente.
Pero lo que vio adentro la dejó paralizada.