En el año 2000, tres bebés trillizas desaparecieron de un hospital. Veinticinco años después, una enfermera en su lecho de muerte finalmente confesó.

—¿Por qué no habló antes?

—Por miedo. Y porque había alguien… alguien del propio hospital involucrado. Alguien con poder. No puedo decir más. Pero busque ahí abajo… antes de que sea demasiado tarde.

María exhaló lentamente. Su respiración se hizo más débil.

La inspectora guardó las pulseras en una bolsa de evidencia y salió con el pulso acelerado. En su cabeza solo había una idea: abrir el sótano prohibido.

Y lo que encontraría allí… cambiaría el caso para siempre.

La inspectora Elena Santamaría volvió al Hospital Nuestra Señora del Mar al día siguiente. Aunque la dirección intentó disuadirla, mencionando protocolos y riesgos estructurales del sótano clausurado, ella tenía una orden judicial. Nadie podía impedirle bajar.

El acceso estaba oculto detrás de un armario metálico oxidado. Dos operarios tardaron varios minutos en moverlo. Una nube de polvo salió disparada cuando Elena retiró el candado anticuado. La puerta cedió con un chirrido que heló la sangre de todos los presentes. Bajó las escaleras sola, solo con su linterna y la caja de evidencias en el bolsillo de su chaqueta.

El aire era denso, húmedo, cargado de un olor que recordaba a medicamentos vencidos y humedad eterna. Las paredes estaban recubiertas de azulejos blancos, algunos manchados, otros rotos. A unos metros del descenso, observó un detalle inquietante: huellas recientes en el polvo acumulado. No estaba sellado. No desde hacía mucho.

El pasillo se dividía en tres direcciones. Elena eligió la central, la que coincidía con la fotografía vieja de la caja. Caminó despacio, iluminando letreros oxidados: “Unidad Experimental”, “Investigación Clínica”, “Acceso Restringido”. Ninguno de esos espacios figuraba ya en el organigrama del hospital.

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