—Yo… guardo un pecado desde hace veinticinco años —dijo María, con un temblor en las manos—. Es sobre las trillizas.
El corazón de Elena dio un vuelco. Hubo silencios así en su carrera, pero ninguno tan pesado.
—Usted sabe que lo que diga aquí puede ser registrado como una declaración —advirtió la inspectora.
María asintió.
—Aquella noche me tocaba el turno en neonatología. A las seis de la mañana vi a dos hombres con batas que no eran de nuestro hospital. Tenían identificaciones falsas… lo supe después. Me dijeron que las pequeñas necesitaban un traslado urgente por complicaciones respiratorias. Yo solo… obedecí. Las preparé en las cunas térmicas.
Elena frunció el ceño. El traslado nunca constó en archivos.
—Cuando intenté confirmar con el jefe de unidad, ellos me sujetaron. No usaron violencia… pero me dejaron claro que debía callar. “Un bien mayor”, dijeron. Nunca más supe de las niñas.
La enfermera abrió la caja con esfuerzo. Dentro había tres pulseras diminutas de recién nacidas, intactas. Y una fotografía borrosa de un pasillo subterráneo, claramente dentro del hospital.
—Esto lo guardé… porque siempre supe que algún día iba a pagar. No sé quiénes eran. Pero sí sé algo, inspectora: el túnel del sótano nunca se cerró. Y alguien sigue entrando por ahí.
Elena sintió un escalofrío. El sótano había sido clausurado oficialmente en 1998.