
«¡Misha, mira!». Me quedé paralizada frente al portón, incapaz de creer lo que veía.
Mi marido cruzó el umbral tropezando, doblado bajo el peso de un cubo lleno de pescado. El fresco de julio se me colaba en los huesos, pero lo que vi en el banco me hizo olvidarlo todo.
«¿Qué es eso?», preguntó Mijaíl, dejando el cubo y acercándose.
En un viejo banco, cerca de la valla, descansaba una cesta de mimbre. Dentro, un pequeño bulto estaba cubierto con una tela gastada. Un niño de unos dos años. Sus inmensos ojos marrones me miraban fijamente, sin miedo ni curiosidad.
«Dios mío», exclamó Mijaíl. «¿De dónde ha salido?».
Pasé suavemente mi dedo por su pelo negro. El pequeño no se inmutó, no lloró; solo parpadeó.
En su diminuto puño, apretaba un trozo de papel. Abrí delicadamente sus dedos y leí la nota: «Ayúdenle, por favor. No puedo. Perdónenme».
«Hay que llamar a la policía», Mijaíl frunció el ceño, rascándose la cabeza. «Y avisar al consejo del pueblo».
Pero yo ya estaba cogiendo al niño en brazos, apretándolo contra mí. Olía a polvo del camino y a pelo mal lavado. Su pelele estaba gastado, pero limpio.
«Anna», dijo Misha con inquietud, «no podemos simplemente quedárnoslo».