Mucho más.
Eusebio decidió no acudir de inmediato a la policía. Quería verificar, aunque fuera parcialmente, aquello que había encontrado. El “pabellón viejo” seguía en pie, aunque clausurado desde hacía años por problemas de humedad. Nadie entraba allí. Nadie salvo él, que tenía llaves de todas las puertas.
Ya dentro, se dirigió al aula 3B. El polvo cubría los pupitres, y del techo colgaban cables pelados. A un lado, encontró un archivador metálico oxidado. Tiró de él y descubrió una carpeta idéntica a la primera, aunque mejor conservada. Dentro había hojas sueltas con declaraciones escritas a mano por otros estudiantes, todas fechadas entre enero y marzo de 1991.
Allí estaba la pieza que faltaba: otros alumnos también habían sospechado de Alfonso Mera. Algunos mencionaban que lo habían visto entrar a la sala de audiovisuales con diferentes chicas. Otros decían que él borraba y reescribía horarios de tutorías sin avisar. Una alumna relataba que él le hizo preguntas demasiado personales y la tocó en el brazo de forma incómoda. Había incluso un dibujo de la matrícula del coche de Mera.
Lo más alarmante era un informe redactado por el orientador del centro, fechado dos semanas antes de las desapariciones, donde sugería investigar formalmente al profesor Mera por “conductas impropias”. Alguien había escrito al margen, en tinta roja: “NO MOVER — Orden del director”.
Eusebio cerró los ojos. Recordaba perfectamente aquel director: un hombre riguroso, de contactos políticos y obsesionado con evitar escándalos. Ya había fallecido hacía más de diez años.
Todo el rompecabezas empezaba a encajar.