En 1991, cuatro chicas adolescentes de la misma clase de instituto dejaron atónita a toda su comunidad cuando, una tras otra, se descubrió que estaban embarazadas. Antes de que nadie pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, desaparecieron sin dejar rastro. Los padres quedaron destrozados, el pueblo se ahogó en rumores y la investigación policial no encontró ninguna pista. El instituto, antes lleno de vida, se volvió inquietantemente silencioso, con pasillos cargados de secretos y preguntas sin respuesta. Pero treinta años después, un conserje casi olvidado del centro encontró algo inesperado…

Julia confesaba que, en ese momento, no estaban pensando con claridad. Ninguna quería enfrentar a sus padres. Ninguna quería convertirse en titular de periódico. Y todas sentían un miedo paralizante. Así que aceptaron.

El 14 de marzo de 1991, después de clase, Mera las llevó en coche, de dos en dos, hacia un pequeño caserío abandonado cerca de los Picos de Europa. Julia narraba que, al principio, parecía un refugio. Pero pronto se dieron cuenta de que no era un escondite, sino una trampa. Las puertas se cerraban por fuera, no tenían teléfono, y Mera llegaba cada pocos días para dejar víveres y repetir que “todo saldría bien si seguían calladas”.

La carta terminaba abruptamente:

Si esto acaba mal, que se sepa la verdad. No nos fuimos porque quisimos. Nos llevaron. Y no somos las únicas.

Eusebio sintió un escalofrío. No solo por lo que revelaba la carta, sino por una frase que había aparecido repetida en varios papeles de la carpeta:
“Buscar en el pabellón viejo — testimonios — aula 3B”.

Fue entonces cuando entendió que había más.

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