EMPREGADA DESCUBRE A LA MADRE DEL MILLONARIO ENCERRADA EN EL SÓTANO… POR SU CRUEL ESPOSA…

El amanecer sobre la mansión del monte era tan silencioso que hasta los pájaros parecían temer romper la calma. Clara caminaba despacio por el largo corredor, sosteniendo su balde y su trapo húmedo. Aún no había terminado de acostumbrarse al eco de sus pasos sobre el mármol. Todo era tan limpio, tan brillante, tan ajeno a su mundo de calles polvorientas y cocinas con olor a leña.

La casa era enorme, con retratos antiguos que parecían observarla mientras pasaba. Sentía que cada mirada pintada conocía un secreto que nadie contaba. Desde su llegada, Verónica, la señora de la casa, le había dejado claro que no era bienvenida. Aquí todo debe relucir”, le había dicho con voz cortante, “Incluso las manos de quien limpia.” Y aunque la frase sonaba absurda, Clara comprendió el mensaje. No debía dejar huellas. Mientras lustraba la escalera principal, vio pasar a Ricardo del Monte, el dueño de todo aquello.

Alto, elegante, con un aire distraído, le dedicó una sonrisa breve antes de salir con su maletín. “Buenos días, señor”, alcanzó a decir ella. “Buenos días, clara verdad.” Esa sola palabra, su nombre en boca de él, bastó para iluminarle el día, pero esa luz se apagó pronto. Verónica apareció tras él con un perfume tan fuerte que cubrió el aire. Llevaba un vestido blanco que parecía más caro que toda la casa de Clara. “No te quedes ahí parada, muchacha”, ordenó sin mirarla.

“El comedor tiene polvo y revisa bien el suelo del pasillo. No quiero marcas. Clara bajó la cabeza, no respondió. Aprendió que en esa mansión el silencio era la única forma de sobrevivir. A mediodía, mientras servía el almuerzo, escuchó al mayordomo hablar por teléfono. Mencionaba algo sobre mantener la puerta del sótano cerrada y no repetir el error. Clara fingió no oír, pero su mente se aferró a cada palabra. ¿Qué podía tener un sótano en una casa tan perfecta?

Esa tarde, mientras limpiaba la galería, vio una puerta metálica al fondo del corredor, medio oculta tras un mueble. Tenía un candado grueso y una advertencia, prohibido entrar. El aire allí era más frío y el olor extraño como humedad vieja y algo más. dio un paso atrás inquieta y tropezó con un gato que salió corriendo. Su corazón se aceleró. Juraría haber escuchado un gemido tras la puerta, un sonido tan leve que podría haber sido el viento. Pero no lo fue.

Esa noche, al volver a su pequeño cuarto, no pudo dormir. El reloj marcaba las dos cuando volvió a oírlo. Un lamento profundo, humano. Ayuda. La voz parecía venir del suelo. Clara se incorporó descalza, temblando. tomó su linterna y bajó las escaleras sin hacer ruido. El eco de sus pasos era un susurro entre las sombras. El pasillo principal estaba oscuro. La puerta del sótano seguía cerrada, pero el lamento sonaba más claro ahora, como si alguien llamara por su nombre.

Clara. Ella retrocedió un paso helada. lo había imaginado. Tragó saliva, se inclinó hacia la rendija y murmuró, “¿Quién está ahí?” Nadie respondió, solo el viento, arrastrando una lágrima invisible entre las piedras. Al día siguiente, Verónica la esperó en la cocina. “No me gustan las sirvientas curiosas”, le dijo sin preámbulo. “Aquí se hace lo que yo ordeno, no lo que a ti te da la gana.” Clara bajó la mirada intentando ocultar el temblor de sus manos. Sí, señora.

Leave a Comment