El pueblo, por su parte, no tardó en hablar. Una mujer desconocida que aparece de la nada y se instala en la casa de un viudo con once hijos era el alimento perfecto para los chismes. La situación se tensó cuando apareció Verônica, una antigua amiga de la familia, bien vestida y con el veneno escondido tras una sonrisa.
—Una familia como esta merece una mujer de verdad —dijo, mirando a Helena de arriba abajo—. Alguien con nombre, con referencias, no una desconocida que llega pidiendo pan.
Helena respondió con calma, pero con firmeza:
—Lo que esta familia merece es amor y respeto. Eso es lo que intento ofrecer. Si usted no puede, melhor seguir su camino.
Los chismes se multiplicaron. Algunos clientes dejaron de llevar trabajos al taller. Márcia fue marginada de una presentación en la escuela porque “su familia no era buen ejemplo”. Aquello hirió profundamente a Helena.
—Tal vez sea mejor que yo me vaya —dijo una noche—. No quiero que sufran por mi culpa.
João negó con la cabeza.
—Cuando llegaste, esta casa era un barco hundiéndose. Hoy tenemos esperanza. No vamos a dejar que el prejuicio de los demás destruya lo que estamos construyendo aquí. Somos una familia, Helena.
La palabra “familia” empezó a sonar distinta en su pecho. No era sólo un arreglo de conveniencia, no era solamente techo y comida. Era pertenecer. Era ser vista. Era sentir que, por primera vez en mucho tiempo, valía algo para alguien.
El día que Davi se raspó la rodilla, esa certeza se hizo aún más fuerte. El niño había caído del árbol tratando de alcanzar una manga. Lloraba desconsolado cuando Helena lo tomó en brazos. João se acercó para cargarlo, pero el pequeño se aferró al cuello de ella.
—No, quiero a la mamá Helena.
La frase atravesó a los dos. João sintió una punzada de culpa por la memoria de Maria. Helena temió estar ocupando un lugar que no le correspondía. Más tarde, sentados en la parte de atrás de la casa, hablaron por fin de lo que los dos venían evitando.