ELLA FUE A PEDIR COMIDA… Y ÉL RESPONDIÓ… SÉ MADRE DE MIS 11 HIJOS Y NUNCA PASARÁS HAMBRE

Los primeros días fueron una montaña rusa. Helena se levantaba antes del sol para preparar el desayuno, separar la ropa, organizar mochilas. João se iba a trabajar a una hacienda vecina y no volvía hasta el final de la tarde, dejándole la casa y once criaturas a cargo. Los niños eran educados, pero mantenían una distancia prudente, como quien no se permite confiar. Sólo Davi se pegó a ella desde el primer día, siguiéndola por la casa como un perrito fiel.

Con el tiempo, Helena fue descubriendo los problemas que no se veían a simple vista. Una noche, mientras lavaba los últimos platos, João se apoyó en el marco de la puerta, más cansado de lo normal.
—Helena, hay algo que no te conté —confesó—. Hipotequé la casa para pagar el tratamiento de Maria. Si no pago la deuda en dos meses, la perdemos.
—¿Cuánto deben?
—Quince mil reales. Para mí… es como un millón.

El corazón de Helena se encogió. Ella sabía mejor que nadie lo que era perder todo.
—Yo también tengo algo que contar —dijo—. No llegué aquí sólo hambrienta. Llegué huyendo. Mi marido me engañó, se llevó la herencia de mi abuela y me dejó en la calle, llena de deudas. Lo perdí todo, João. Todo.

Se quedaron en silencio, compartiendo una tristeza parecida, hasta que en la mente de Helena se encendió una chispa.
—Antes de casarme, trabajaba con administración —explicó—. Déjame ver tus papeles. Tal vez no pueda darte dinero, pero sí una salida.

Durante días, revisó contratos, cuentas, recibos. Supo que la situación era peor de lo que João pensaba. Pero también descubrió algo: él no era sólo un peón de hacienda. Era un excelente mecánico. Los vecinos le traían máquinas, herramientas, hasta tractores para que se los arreglara… y él nunca cobraba nada.
—Eso se acabó —dijo Helena, extendiéndole un cuaderno—. Vamos a abrir un pequeño taller aquí mismo, en el patio. Yo me encargo de los números y tú de la grasa.

Al principio, João dudó. ¿Quién iba a pagarle a un hombre sin diploma, en medio del campo? Pero Helena no se rindió. Caminó de finca en finca, habló con todos los vecinos, ofreció servicio, negoció precios. El primer trator que arreglaron les dio doscientos reales. Con el segundo, casi el doble. En un mes, la casa ya no estaba al borde del abismo.

Mientras el taller crecía, la relación con los niños también cambiaba. Carlos empezó a pedirle ayuda con las tareas; las niñas más pequeñas le llevaban cepillos en la mano para que les peinara el cabello; Márcia, sin darse cuenta, comenzó a preguntar su opinión sobre cosas de la casa. Aun así, la adolescente mantenía una parte de sí en guardia, como si estuviera lista para que todo se derrumbara otra vez.

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