Helena sintió las piernas aflojar. Apenas conocía a ese hombre y a esos niños que la miraban desde el patio. Él tampoco la conocía a ella. Sin embargo, en medio de aquella propuesta absurda había algo que le sonó a salvación.
—¿Puedo pensarlo? —susurró.
—Claro. Quédese esta noche. Mañana me responde.
Esa noche, acostada en un colchón improvisado en la sala, escuchando el murmullo de la casa, Helena entendió que su vida ya había empezado a cambiar antes incluso de dar su respuesta. Lo que no imaginaba era que esa frase —“Sea la madre de mis once hijos”— terminaría construyendo una familia tan grande y un destino tan inesperado que ningún sueño suyo de infancia se había atrevido a imaginar.
Al amanecer, la casa era puro caos: niños corriendo, llorando, peleando por una taza, por una camisa, por un pedazo de pan. João intentaba sostener al pequeño Davi en brazos mientras removía algo en el fogón que amenazaba con quemarse. Márcia, la mayor, intentaba peinar a las hermanitas con cara de pocos amigos.
—Buen día —saludó Helena, entrando a la cocina.
—Buen día —respondió João—. ¿Durmió bien?
—Sí. Y… pensé en su propuesta. Acepto. Pero con una condición: sus hijos tienen que querer que yo me quede.
Márcia clavó los ojos en ella, cruzando los brazos.
—No necesitamos ayuda —dijo la chica—. Nos las arreglamos solos.
Helena respiró hondo.
—Es verdad. Ustedes ya sobrevivieron a algo que yo ni siquiera puedo imaginar. Pero yo sí los necesito a ustedes. No tengo a dónde ir, y su padre me ofreció algo que yo pensaba que nunca iba a tener: un hogar. Sólo me quedo si ustedes me aceptan.
Márcia la estudió en silencio. En su mirada había dor y desconfianza, pero también cansancio.
—Está bien —dijo al fin—. Pero con mis reglas. Usted no manda en mí y no intenta reemplazar a mi mamá.
—Trato hecho —sonrió Helena.