—Helena… Helena Santos.
—Yo soy João Mendes. Y estos son mis hijos.
Comió despacio para no parecer desesperada, aunque cada bocado le sabía a milagro. Cuando terminó, se levantó instintivamente con el plato en la mano.
—Déjelo, yo lo llevo —dijo João.
—Ya hizo demasiado por mí, señor —respondió ella—. Déjeme al menos ayudar en algo.
En la cocina, vio la montaña de platos sucios y, sin pedir permiso, abrió la llave y empezó a lavar. João la miró sorprendido.
—No hace falta.
—Es lo mínimo que puedo hacer para agradecerle.
Había algo en la forma en que ella movía las manos, en su delicadeza silenciosa, que le recordó a Maria, su esposa fallecida. Y entonces, casi sin pensar, soltó la pregunta que cambiaría la vida de ambos.
—Helena… ¿usted tiene a dónde ir?
Ella apretó los labios.
—No.
—¿Y familia?
—Tampoco.
João respiró hondo, como quien se prepara para saltar a un río helado.
—Lo que voy a decir es una locura, pero… ¿aceptaría quedarse aquí y cuidar de estos niños como si fuera la madre de ellos?
El plato se le resbaló de las manos y cayó en el agua con un chapoteo.
—¿Cómo dice?
—Si acepta ser la madre de mis once hijos, nunca más va a pasar hambre. Tendrá casa, comida, ropa… y una familia.