Helena Santos caminaba tambaleándose por el camino de tierra, en algún rincón perdido del interior de Minas Gerais. Llevaba tres días sin comer, con el estómago pegado a la espalda y los pies en carne viva dentro de unos zapatos gastados que ya no protegían de nada. Aun así, seguía caminando. Lo único que todavía no se había rendido era su dignidad: había jurado no robar, no humillarse… pero el hambre no entiende de promesas. Cuando vio una casita de madera clara al final del camino, respiró hondo. “Sólo voy a pedir un pedazo de pan”, se dijo, tratando de creer que eso no era perder su dignidad, sino salvar su vida.
Golpeó la puerta con los nudillos temblorosos. Del otro lado se escucharon pasos firmes. Cuando la puerta se abrió, apareció un hombre alto, de sombrero oscuro, mirada cansada pero honesta.
—Por favor, señor —murmuró Helena, tragándose el orgullo—. Sólo quería un pedacito de pan… lo que sea. Hace días que no como.
El hombre la observó en silencio. Ella tendría unos veinticinco años, el cabello recogido en un moño sencillo, un vestido azul descolorido pero limpio. Detrás de él, unos ojos curiosos se asomaban por la ventana. Eran muchos… demasiados.
—Entre —dijo el hombre, apartándose.
Helena cruzó el umbral con cuidado. La casa estaba hecha un caos: ropa amontonada en las sillas, platos sucios, juguetes por el suelo.
—Tiene una familia grande —comentó, un poco intimidada.
—Once hijos —respondió él, quitándose el sombrero—. Perdimos a su madre hace cuatro meses.
El silencio que siguió pesó más que el hambre. Mientras él iba a la cocina, las criaturas comenzaron a acercarse como si ella fuera un animal extraño. La mayor, una muchacha de unos quince años, la miraba con desconfianza; el más pequeño, un niño de rizos apretados, se escondía tras las piernas de los hermanos. Cuando el hombre volvió con un plato de arroz, frijoles y un pedazo de carne, Helena casi se desmaya con el olor.
—Coma con calma —dijo él—. ¿Cómo se llama?