Ella bajó del tren con 33 dólares, un sartén y sin nadie esperándola.

Cuando llegó a Saratoga Springs, lo que vio no era esperanzador.
Una mujer negra.
Sola.
En la mediana edad.
En duelo.
¿Quién esperaría algo de ella?

Pero Hattie no solo cargaba tristeza. Cargaba fuerza. Cargaba alma.

Y sabía cómo alimentar a las personas de una forma que jamás olvidarían.

Abrió un pequeño puesto de comida —más bien, una choza.
Sin lujos. Sin menú elegante. Solo pollo frito, pan de elote dorado, galletas suaves… y amor en cada bocado.

Lo llamó “Hattie’s Chicken Shack”. Estaba abierto las 24 horas del día, porque el hambre no tiene horario.

Al principio, la gente venía por curiosidad. Luego regresaban porque no podían resistirse. Algo tenía ese pollo: crujiente, tierno, sazonado como si fuera magia. Algo tenía Hattie: su sonrisa cálida, su risa contagiosa, su manera de tratar a todos con dignidad.

Y así, poco a poco, comenzaron a formarse filas.
Vecinos. Músicos. Trabajadores del hipódromo.
Incluso grandes celebridades como Jackie RobinsonCab Calloway y hasta Mikhail Baryshnikov probaron su comida.

Lo que comenzó como un humilde puesto se convirtió en un restaurante completo.
Pero nunca perdió su corazón.

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