Hattie trabajó duro.
Décadas enteras, desde antes del amanecer hasta pasada la medianoche.
Vertía su alma en cada plato. Y la gente lo sentía.
No era solo comida. Era sentirse visto. Respetado. Querido.
Una vez dijo:
“No cocino solo por dinero. Cocino para unir a las personas.”
Negros, blancos, ricos, pobres… no importaba. En Hattie’s, todos eran bienvenidos.
Nunca se detuvo.
Ni a los 50.
Ni a los 70.
Ni siquiera a los 90.
Trabajó hasta sus noventa años —aún detrás del mostrador, aún sonriendo, aún removiendo ollas y llamando a los clientes por su nombre.
Nunca bajó el ritmo.
Solo siguió amando… con comida.
Cuando falleció, su restaurante ya era una institución en Saratoga.
Pero no se trataba solo del sabor.
Se trataba de la mujer que venció todas las probabilidades.
Que rompió cada expectativa.
Que ignoró todos los límites que el mundo intentó ponerle.
En 2013 —décadas después de su primer plato de pollo— la revista Food & Wine declaró que el pollo frito de Hattie era el mejor de Estados Unidos.
Piensa en eso.