Y entonces llegó ella. Elena Robles. Treinta años. Mochila gastada. Ojos humildes. Entró buscando trabajo de limpieza.
Ricardo la vio a medias. Le indicó el trabajo. Se retiró a su despacho. No vio su rostro. No vio el destino.
Elena limpiaba la sala. Vio a las niñas. Sentadas. Silenciosas. Un nudo. Dolorosamente familiar. Su propio pasado. Su propia injusticia.
Y sin pensarlo, sucedió.
Comenzó a cantar. Una melodía antigua. De su abuela. Una nana de tierra y mar.
La melodía flotó. No era una terapia. Era un abrazo.
Lucía levantó la cabeza. Un milímetro. Daniela dejó caer la muñeca. Se miraron. Reacción. Después de meses.
Ricardo estaba en el pasillo. Invisible. Paralizado. Vio el destello. Algo se había movido.
Los días cambiaron. Elena no era una niñera. Era una sombra cálida. Cantaba mientras limpiaba. Contaba historias sin esperar respuesta. Las niñas la seguían. Como polluelos.
Comenzaron a sonreír. Pequeñas grietas en el muro. Tímidas. Pero reales.
Ricardo llegaba temprano. Observaba. Ella no usaba máquinas. No hablaba de diagnósticos. Solo ofrecía presencia. Calor. Humanidad.
Las gemelas estaban volviendo. Volviendo al mundo. Gracias a una mujer humilde. Con un pasado que nadie conocía.
El Trueno Imposible.