Una tarde. Silencio. Demasiado. Ricardo subió. Escuchó risitas. Suaves. Ahogadas.
Abrió la puerta.
Elena estaba en el suelo. Fingiendo estar enferma. Las gemelas, con batas de juguete, la examinaban. Pequeñas doctoras.
Entonces. Ocurrió.
—Mamá, tómate la medicina. —Dijo Lucía. Clara.
—Sí, si no, no te vas a curar. —Agregó Daniela. Firme.
Dos voces. Sonaron como un trueno. En el silencio. Las palabras.
Ricardo se cubrió la boca. Un sollozo lo ahogó. Cayó en el marco de la puerta. Estaba temblando. Sus hijas estaban hablando. El milagro. El muro se había roto.
Esa misma noche llamó a Victoria. Contó el avance. Esperó el júbilo.
—¿Llamarla ‘Mamá’? —Victoria sonó irritada. Fuerte. No celebró—. Eso es peligroso, Ricardo. Confusión emocional. Esa empleada… puede ser una amenaza.
La semilla. Victoria la plantó. La duda. El miedo.
Días después, la neuróloga volvió. Con el golpe final.