El Secreto de la Mansión Silenciosa: Cómo una Niña Mexicana Rompió Siete Años de Oscuridad y Devolvió el Alma a un Magnate Ciego. La Historia Que Hará Que Te Cuestiones Todo Sobre la Soledad y el Amor Inesperado.
El Eco de Dieciséis Sillas
Pero el mediodía y, peor aún, la cena, eran el verdadero infierno.
La mesa principal del comedor, una pieza de caoba pulida de la época del Porfiriato, tenía espacio para dieciséis invitados. Durante siete años, mi mayordomo, el anciano y fiel Don Ernesto (sí, el ‘Augusto’ de mi vida, un hombre de Jalisco con la dignidad de un virrey), solo ocupaba una silla: la de la cabecera, la mía.
En la punta opuesta, a ocho metros de distancia, la otra silla siempre permanecía vacía. Era mi recordatorio diario de la soledad que yo mismo había impuesto. Don Ernesto me servía la cena: un filete al chipotle perfecto, espárragos, puré suave. Yo cortaba la carne despacio, el único sonido era el del cuchillo raspando la porcelana de Talavera. No había música, ni conversación, ni vida. Solo el eco de un hombre que, aunque seguía respirando, ya había dejado de existir.
La Invasión
Era una noche como cualquier otra. El tictac obsesivo del reloj suizo en la pared de la sala marcaba las 7:15 p.m. Llevaba el tenedor a la boca, saboreando (o intentando saborear) el guiso de flor de calabaza, cuando lo escuché.
Unos pasitos pequeños, rápidos, como de ratón asustado, corriendo sobre el mármol de Carrara.
Me detuve en seco. Mi corazón, que llevaba años latiendo con la regularidad de un metrónomo indiferente, dio un salto.
El sonido se acercó, directo hacia mi cabecera. Hubo el ruido de una silla arrastrándose, una pequeña exhalación de esfuerzo, un pequeño cuerpo luchando por subirse a la pesada silla de comedor. Y entonces, como un rayo de sol penetrando el sótano más oscuro, una voz aguda, clara, cristalina, rompió siete años de silencio.