Durante siete años, la vida de Eduardo ‘El Jaguar’ Monterroso, el magnate textil más temido y respetado de la Ciudad de México, fue una sombra, un ritual monótono tejido con la seda más fina y el silencio más cruel. Perdió la vista en un accidente de helicóptero sobre la Sierra Madre, y con ella, perdió todo lo que no se podía comprar: la alegría y la luz.
Mi nombre es Eduardo, y esta es la historia de cómo la hija de la señora de la limpieza, una pequeña criatura de apenas dos años con trenzas de hilo negro y ojos del color de la obsidiana, se atrevió a invadir mi fortaleza y salvarme de la ceguera más profunda: la del alma.
El Ritual de la Oscuridad
Mi rutina era mi cárcel. Me despertaba a las seis en punto, no por el sol que ya no podía sentir, sino por el reloj biológico que se había adaptado a la precisión de un verdugo. Mi mano derecha encontraba el despertador a cuarenta y dos centímetros de la mesita de noche. Doce pasos exactos al baño. Tres más hasta el lavabo. Todo en esta mansión de Las Lomas estaba perfectamente inmutable, porque para un ciego, el desorden es el precipicio.
Me vestía sin ayuda: traje sastre impecable, hecho a medida en Milán, zapatos ingleses cuyo valor podía alimentar a una familia humilde por un año. Ropa elegante que nadie veía. Una apariencia perfecta para el vacío.
A las 7:30, mi oficina. Encendía el computador y la voz robótica, fría y metálica, leía los números de mi imperio. Mis dedos tecleaban contratos, leían balances. Gobernar un consorcio de millones sin ver una sola tela se había convertido en un macabro juego de ajedrez mental. Era rápido, frío, invencible. Acumulaba más dinero, más poder, para llenar un vacío que el dinero nunca podría tocar.