Adriana apareció en el umbral, su silueta recortada contra la luz del pasillo. Su voz, ahora, tenía un tono de enfado disimulado, de superioridad violada.
“Te dije que descansara, Martín, pero insiste. Le gusta el olor a limpio. No me hables en ese tono. A ella le gusta sentirse útil.”
Martín la miró por encima del hombro. Vio la impecable falda blanca, el gesto duro de sus labios. Vio la frialdad. El contraste era un abismo. Su madre, humillada en el suelo; su esposa, en el marco, juzgando.
Diálogo que golpea.
Martín: (Voz baja, pero con un filo que corta) “¿Útil, Adriana? ¿Cargar a mis hijos mientras friega detrás del inodoro de rodillas? ¿Llamas a esto utilidad?”
Adriana: (Cruce de brazos, defensiva) “No seas dramático. No ves lo que hay detrás. Me ayuda. Es vieja. No sirve para más.”
Rosalía: (Un hilo de voz, interponiéndose) “Basta, por favor. No discutáis por mí.”
Martín se levantó, lento, peligroso. Sus ojos nunca dejaron de mirar a su madre. Le tendió la mano. Ella la tomó. La piel de Rosalía era áspera, casi quemada.
Martín: (A Rosalía, ignorando a Adriana) “Vámonos de aquí, mamá. Ahora.”
La guio hasta su pequeña habitación, donde el único consuelo era una pequeña vela y una foto en blanco y negro: él, niño, riendo, frente al Puente de Triana.