Tu mamá pasó bien el día. preguntó él distraído. Claro, querido. Estuvo tranquila descansando. Lo que pasa es que no se cuida. A veces hasta rechaza la comida que preparo respondió Mariana sin titubear. Javier suspiró creyéndole, “Tengo que sacar tiempo para platicar más con ella.” Mariana sonrió satisfecha.
Mientras tanto, en el cuarto pequeño, Rosario lloraba bajito. Las lágrimas empapaban la almohada. Pero nadie escuchaba. En sus manos sostenía una foto vieja de Javier cuando era niño. Recordaba las noches en que lavaba ropa ajena, vendía tamales en la plaza y desvelaba cosciendo para asegurar el futuro de su hijo.
Había soportado tanto por él y ahora, en la casa que él había construido, vivía como una extraña. En el fondo, Rosario aún confiaba en que Javier era bueno. Estaba convencida de que si él supiera todo, jamás lo permitiría. Pero el miedo a ser un estorbo pesaba más. Así se callaba. Tragaba las lágrimas, tragaba las humillaciones, incluso la comida echada a perder, con tal de no provocar problemas.
Los días pasaban y el cuerpo de Rosario ya no podía ocultar el desgaste. La ropa le quedaba floja por la pérdida de peso. Las ojeras profundas delataban noches sin dormir. Aún así, mantenía una sonrisa discreta cuando su hijo llegaba a casa. No quería que notara nada. Una mañana, Mariana la encontró sentada en la mesa intentando remendar un trapo de cocina. “¿Para qué pierde el tiempo con eso?”, dijo burlona.
“Es mejor tirarlo y comprar otro.” Rosario bajó la mirada. Me gusta aprovechar lo que hay. No quiero gastar de más. Mariana rodó los ojos. Típico de pobre, siempre con ridiculeces. Las palabras la hirieron, pero Rosario guardó silencio como siempre. Al mediodía, Mariana dejó frente a ella un plato de arroz duro y carne reseca restos de dos días.
Para sí misma preparó ensalada fresca y pollo asado. Para Javier lo mejor estaba guardado. Coma, doña Rosario! Ordenó con frialdad. Cada día está más flaca. No quiero que le dé problemas a mi marido. La anciana tomó el tenedor con manos temblorosas. Apenas pudo masticar. El sabor amargo le provocó tos.
Llevó la mano al pecho sintiendo un dolor punzante. ¿Se siente mal? preguntó Mariana con tono irónico. Si quiere llamo a la ambulancia y le cuento a Javier que solo da problemas. Rosario respiró profundo, esforzándose por calmarse. No, ya pasará. Mariana sonrió satisfecha. Así está mejor. Por la tarde, Rosario salió al patio a tender ropa.
El sol abrazaba quemando su piel fina. Las piernas le temblaban y el sudor corría por su rostro. De pronto, todo se volvió oscuro. Su cuerpo no resistió más. Cayó sobre el pasto. Inconsciente. La trabajadora doméstica que acababa de llegar corrió hacia ella. “Doña Rosario”, gritó levantándola con dificultad.