El personal evitaba al multimillonario maleducado, hasta que el modesto padre soltero finalmente decidió defenderse.

La sala de conferencias de la sede de Voss Global era fría y silenciosa, como el mármol del que estaba hecha. Veinte ejecutivos permanecían rígidos alrededor de una mesa lo suficientemente larga como para albergar a un jurado, con la mirada fija en sus tabletas o en la madera pulida frente a ellos. Nadie se atrevía a levantar la vista.

A la cabecera de la mesa se encontraba Clara Voss, de treinta años, una multimillonaria hecha a sí misma. Su expresión parecía esculpida en cristal: nítida, perfecta, inflexible. Golpeó una pila de documentos contra la mesa; el sonido rasgó el aire quieto como un disparo.

—Si aquí no hay nadie con agallas —dijo con voz gélida—, encontraré a otro.

En un rincón, un hombre con un uniforme de mantenimiento azul desgastado se movía en silencio, limpiando la mampara de cristal. Tenía las manos callosas, sus movimientos deliberados. Para la mayoría, era invisible: una parte más del edificio, como el cubo de la fregona o las rejillas de ventilación.

Pero Jack Rowan lo vio todo.

Llevaba tres años trabajando en Voss Global, limpiando oficinas después de las largas noches de los ejecutivos, que se esforzaban al máximo para cumplir con los plazos de entrega. Nunca hablaba. Trabajaba: en silencio, con eficiencia, impecablemente.

Ese día, sin embargo, algo se rompió en su interior.

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