El patrón rico pensó que sería divertido

Ahora resulta que tengo que pedir cita. Fernanda se quedó inmóvil. No la había vuelto a ver desde aquella vez en el salón cuando la mujer se presentó y le soltó el comentario disfrazado de consejo. Pero esa voz, ese tono, ese perfume que entró flotando por el pasillo, todo lo reconoció al instante. Renata venía decidida, pisando fuerte, vestida como para un evento, con el cabello recogido y una sonrisa que solo era de dientes. Marilu caminaba detrás de ella, nerviosa, sin saber si detenerla o dejarla pasar.

Fernanda la vio llegar a la puerta del estudio, cerró la carpeta que tenía frente a ella y se puso de pie. Otra vez tú, dijo Renata sonriendo, siempre tan formalita. Buenas tardes, respondió Fernanda con voz neutra. Renata no esperó invitación. Entró al estudio como si fuera suyo. Caminó despacio, mirando todo, tocando cosas como si estuviera inspeccionando. Así que ahora trabajas aquí con oficina, aire acondicionado, cafecito y todo. Fernanda no contestó. La miraba de frente sin moverse, pero con el cuerpo tenso.

Ya sabía que esta vez no venía a disfrazar nada. ¿Qué haces exactamente para Mauricio? ¿Le llevas la agenda, los cafés? ¿O ya también le calientas la cama? Fernanda respiró hondo. Bajó la mirada por un segundo, no porque se sintiera menos, sino porque necesitaba dos segundos para no contestar como de verdad le nacía. Yo no tengo por qué darte explicaciones. Renata soltó una carcajada falsa. Ay, por favor, no te hagas la digna. ¿Qué crees? Que nadie ve lo que estás haciendo.

Llegas, te haces la buena con el niño, te ganas la confianza del papá y en un descuido, SAS, ya estás metida en la vida de todos. Bien jugado. Te aplaudo. Fernanda la miró fijo. Ya no sentía miedo. Sentía coraje. Si estás tan segura de lo que dices, ¿por qué vienes tú a decírmelo y no él? Porque él todavía no se da cuenta. Pero yo sí. A mí no me engañas con tu carita humilde y tus palabras bonitas.

Yo sé lo que buscas. ¿Y qué busco? Lo mismo que todas. un apellido, una casa, una cuenta de banco. Fernanda apretó los puños, dio un paso al frente. Mira, no sé qué pienses tú, ni me importa. Yo vine aquí a trabajar, a cuidar a un niño que quiero, sí, porque me nació, no porque lo planeé, a ayudar en lo que puedo. No vine a robarle nada a nadie. Y si tú tenías algún lugar especial en esta casa, parece que ya lo perdiste sola sin mi ayuda.

Renata se quedó en silencio por un segundo. Le ardió, se le notó, pero no perdió la sonrisa. ¿Tú crees que esto es una película? No. La muchacha sencilla que enamora al rico viudo. Qué tierno. Pero esto no va a terminar como crees y no me voy a quedar viendo cómo te acomodas aquí como si nada. Haz lo que quieras”, respondió Fernanda, firme. “Pero no me asusta una mujer que necesita venir a gritar para sentir que todavía importa.” Eso fue lo último.

Renata dio media vuelta, salió del estudio sin despedirse, sin mirar atrás, pasó junto a Marilu, como si no existiera, y salió de la casa. La puerta sonó fuerte cuando se cerró. Fernanda se quedó sola, respiró hondo, se apoyó en el escritorio y sintió que las piernas le temblaban. No lloró, pero sintió ese nudo incómodo que se le forma a uno cuando el cuerpo va más rápido que la cabeza. Olga apareció minutos después. Todo bien. Fernanda solo asintió.

Vino otra vez. Sí. Y creo que no va a ser la última. Mauricio sabe, ¿no? Y no pienso decirle. Olga la miró como se mira a alguien que ya es parte de tu familia, aunque no tenga tu sangre. Te admiro, Fernanda. No cualquiera aguanta esto con la cara en alto. No me queda de otra. Esa noche Fernanda se encerró en su cuarto. No quería cenar, ni platicar, ni poner música. Solo quería estar sola. Mauricio llegó tarde. Olga no le dijo nada.

Marilu, mucho menos. Nadie le avisó de la visita. Nadie le dijo lo que pasó. Pero el ambiente ya no era igual. Y aunque Fernanda había respondido con fuerza, por dentro sabía que el golpe ya había entrado. Mauricio empezó a notarlo de a poquito, sin querer. No fue un día específico, no fue una escena romántica, no fue un gesto que lo encendiera de golpe, fue algo lento, que se le fue metiendo en el pecho como una duda que no se iba, aunque la ignorara.

Primero se dio cuenta de que la buscaba con la mirada. estaban en la misma casa. Y aunque cada uno hacía lo suyo, había momentos en los que él dejaba lo que estaba haciendo, solo para ver si ella estaba cerca. Escuchaba sus pasos desde la cocina, su voz bajita hablando con Emiliano, el sonido de los cubiertos cuando cenaban todos juntos. Después empezó a pensar en ella más allá del trabajo. Se preguntaba si ya habría comido, si estaría muy cansada, si dormiría bien en ese cuarto pequeño del fondo.

Empezó a fijarse si se veía triste o seria o distraída. Empezó a preocuparse de más y cuando se dio cuenta de eso se espantó. No porque Fernanda no lo mereciera, al contrario, le parecía admirable, auténtica, valiente, pero sentía que estaba cruzando una línea que no debía cruzar. No quería confundirse. No quería meter a nadie en su vida solo por llenar un vacío y menos a ella. Así que intentó alejarse, no de forma grosera, pero sí clara. Empezó a evitar estar mucho tiempo en los mismos espacios.

Si ella estaba en la sala, él se iba al estudio. Si la encontraba en la cocina, saludaba rápido y se retiraba. Ya no hablaban tanto, ya no compartían charlas largas, ya no se miraban tanto. Fernanda lo notó desde el segundo día. Lo supo, lo sintió y lo entendió, pero no le gustó. Al principio pensó que estaba ocupadísimo con el trabajo, que tenía reuniones o temas pendientes, pero luego fue imposible no verlo. Claro. Mauricio la estaba evitando con cuidado, sí, con respeto, pero ya no era igual.

Y eso la descolocó. No porque lo necesitara, no porque esperara algo de él, pero le dolía sentir esa distancia de golpe, como si lo que habían construido se hubiera roto sin razón. Le daba vueltas, se preguntaba si había hecho algo mal, si había dicho algo que no debía. si Renata tendría algo que ver, pero no preguntó, no dijo nada, se guardó todo. Mauricio, por su parte, se sentía en guerra consigo mismo. En las noches se decía que estaba haciendo lo correcto, que no podía dejarse llevar por una sensación, que tal vez estaba confundiendo el cariño con gratitud, con compañía, que era su deber ser responsable, mantener la distancia.

Pero durante el día, cada vez que la veía, todo eso se iba al Como esa tarde en la que Fernanda estaba ayudando a Emiliano a pintar una maqueta para la escuela. Él entró al cuarto solo para dejar una carpeta, pero se quedó parado, viéndolos a los dos reírse, manchados de pintura, sin preocuparse por nada más. El niño se veía feliz, ella también, y él sintió algo que no quería nombrar. salió rápido del cuarto, cerró la puerta, se metió al baño y se mojó la cara.

Esto no puede estar pasándome, pensó. Pero sí estaba. Fernanda también tenía su propia pelea. Una parte de ella le gritaba que no debía sentir nada por Mauricio, que él no era su mundo, que eso no era suyo, que ella estaba ahí por necesidad, no por amor, que debía mantener la cabeza fría. Pero otra parte, otra parte no podía evitarlo. No era por su dinero, ni su casa, ni su apellido. Era por cómo la había mirado aquella noche en la sala cuando cuidó a Emiliano, por cómo la había escuchado hablar de su papá, por cómo le

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