El patrón rico pensó que sería divertido

Había alguien que la estaba vigilando y no lo iba a hacer desde lejos. Lo que ella no sabía era que Renata ya había mandado investigar su pasado y eso era apenas el inicio. Fernanda se estaba acostumbrando al ritmo de la casa, pero no al lugar. Todo ahí se sentía diferente, no solo por el tamaño, los muebles, el silencio elegante o la comida que siempre sabía a restaurante caro, era otra cosa. Era esa sensación de estar pisando un terreno que no era suyo, como si cualquier paso en falso la pudiera sacar de ahí en un segundo.

Por eso meía cada palabra, cada movimiento, siempre con respeto, con cuidado. Así había vivido toda su vida, no confiar tan rápido, no aflojar tanto. Pero había algo que empezaba a moverle esa forma de ser, o más bien alguien. Emiliano, el niño era un imán alegre, curioso, cariñoso. Se encariñó con Fernanda desde el primer día y no se despegaba. Era como si la hubiera estado esperando, como si su presencia llenara un hueco que él ya ni sabía cómo se llamaba.

Le contaba todo lo que hacía en la escuela, lo que soñaba, lo que le daba miedo, lo que extrañaba. Y ella lo escuchaba con paciencia, con ternura, sin fingir, porque lo que le nacía por ese niño no era trabajo, era cariño de verdad. Una tarde, después de hacer la tarea, Emiliano se tiró en la alfombra del cuarto de juegos y dijo de la nada, “¿Tú también te pones triste cuando se va a alguien?” Fernanda paró de doblar una cobija y se sentó junto a él.

¿Como quién? Como mi mamá. A veces siento que me acuerdo de su voz, pero a veces ya no. Y eso me pone triste. Ella lo miró en silencio. Le acarició el cabello con cuidado. Es normal, pero aunque no la recuerdes clarito, está aquí. Y le señaló el pecho. Eso no se borra. Emiliano se abrazó a su brazo como si esa frase fuera suficiente por ahora. Mauricio, que había pasado por el pasillo en ese momento, los vio desde la puerta entreabierta.

No dijo nada, solo los observó por unos segundos. Y por primera vez en mucho tiempo sintió que su hijo estaba acompañado, no por alguien que lo cuidaba porque le pagaban, sino por alguien que realmente quería estar ahí. Esa noche, después de cenar, Fernanda estaba en la cocina ayudando a Olga con unos tappers cuando Mauricio entró por un vaso de agua. Habían coincidido muchas veces, pero casi siempre en momentos rápidos, con saludos cortos y frases prácticas. Esta vez se quedó un poco más.

¿Te gusta estar aquí? Fernanda levantó la mirada, se limpió las manos con un trapo. Sí, bueno, es un cambio fuerte, pero estoy agradecida. ¿Te sientes cómoda? A veces. Todavía no me acostumbro del todo. Mauricio se apoyó en la barra. Se notaba relajado, pero con ganas de decir algo más. Mi hijo te quiere mucho. Fernanda bajó la mirada y sonró. Es un niño increíble. Es muy noble, muy listo. Se parece a su mamá. Ella lo miró con más atención.

¿Cómo era ella? Mauricio se quedó callado un segundo. No porque no quisiera hablar, sino porque hacía mucho que no lo hacía. Era fuerte, directa, buena madre, no le gustaban las apariencias, siempre decía lo que pensaba. A veces eso nos metía en problemas y se ríó un poco, pero era valiente. Fernanda asintió, no dijo nada más, pero esa noche, esa conversación corta, le dejó algo en el pecho. Los días pasaron y sin darse cuenta comenzaron a hablar más.

Nada planeado, solo pasaba. A veces en la cocina, a veces en el jardín mientras Emiliano jugaba, otras en la biblioteca cuando coincidían. Había algo natural entre ellos, no forzado. Conversaciones simples pero sinceras. Un sábado por la tarde, Fernanda estaba regando unas plantas del balcón cuando Mauricio salió con una taza de café en la mano, se sentó en una de las sillas y la miró sin decir nada. “¿También cuidas plantas?”, preguntó él. “No mucho, pero Olga dice que si se mueren va a decir que fui yo, así que mejor las riego.” Mauricio rió.

Fernanda se sorprendió. No era común verlo, reír. Siempre fuiste así, preguntó él, así como práctica directa. Desde que me tocó ser la adulta de la casa. Tenía 13 años cuando mi papá murió. Mi mamá se enfermó poco después y desde ahí ya no hubo tiempo para hacérmela difícil. Mauricio la miró con más atención, no con lástima, sino con respeto. ¿Y tú?, preguntó ella de pronto. Siempre fuiste tan serio? Él levantó las cejas. No, antes era un desastre.

Pero cuando se fue a Alejandra se me apagaron muchas cosas. Me enfoqué en el trabajo, en el niño. Cerré muchas puertas y ahora las estás abriendo? Mauricio no respondió de inmediato, solo la miró. Y esa mirada no tenía doble intención. Era una mirada honesta, como si en ese momento la respuesta fuera un tal vez. Esa misma noche, Emiliano se metió corriendo al estudio donde Fernanda revisaba unas hojas. Llevaba un cuaderno y un crayón en la mano. “Mira”, le dijo.

Dibujé a los tres. El dibujo era simple, pero claro, estaba él, Mauricio y Fernanda, todos de la paz, mano, en un parque, el sol, los árboles, hasta un perrito. Ella sintió un nudo en la garganta, pero solo sonríó. “¿Y este quién es?”, preguntó señalando al perrito. “Se llama Toby. No lo tenemos, pero ya lo soñé. ” Mauricio llegó justo en ese momento, vio el dibujo y no dijo nada, pero le puso una mano en el hombro al niño.

Vamos a dormir, campeón. Emiliano se fue feliz cargando su cuaderno. Mauricio se quedó parado unos segundos. Gracias por estar aquí. Fernanda solo asintió. Y aunque nada se dijo más esa noche, algo estaba creciendo entre ellos, algo que no tenía nombre todavía, pero se notaba. Renata no era de esas que gritaban ni hacían escándalo para marcar territorio. Ella jugaba más sucio, sabía cómo moverse, sabía usar las palabras justas para plantar una duda, para que otros hablaran por ella, para mover cosas sin que se notara que era ella quien las empujaba.

Por eso, después de su visita a la casa, no volvió en varios días. esperó, pero no se quedó quieta. Mandó mensajes, hizo llamadas, soltó comentarios inocentes, lo justo para empezar a mover las piezas desde lejos. Marilou fue la primera en caer, aunque no lo admitiría nunca. Sentía cierta autoridad dentro de la casa. Llevaba muchos años al servicio de Mauricio y había visto pasar de todo. Invitados falsos, novias con doble cara, familiares interesados. Y aunque no lo decía, a veces sentía que ella era la que cuidaba el equilibrio en ese lugar.

Así que cuando Renata la llamó otra vez, no colgó. “Solo te digo que tengas cuidado, Marilu.” dijo Renata con voz calmada. A veces una cara bonita entra por la puerta chica y luego se quiere quedar con todo. “No me parece que esa sea la intención de la señorita,”, respondió Marilu, sin sonar firme del todo. “¿Tú crees? ¿Tú sabes de dónde viene, qué busca? Yo no estoy diciendo que sea mala persona, pero una mujer sola, joven, viviendo con un hombre viudo y un niño pequeño, no sé, hay que ser cuidadosos por el bien de todos.

Y colgó. A partir de ahí, Marilou empezó a mirar a Fernanda con otros ojos. No decía nada directo, pero su trato cambió. Ya no era frío, ahora era cortante. Las órdenes eran más secas, los comentarios más filosos. Aquí no venimos a buscar cariño, venimos a trabajar. le soltó un día cuando la vio jugando con Emiliano en el jardín. Fernanda se quedó callada, no respondió, pero lo sintió. Algo había cambiado. Olga, la cocinera, también empezó a notar la tensión.

Se lo dijo una tarde mientras lavaban trastes. No sé qué pasó, pero Marilu anda rara. Contigo. No es como antes. Ya me di cuenta, respondió Fernanda secando platos. ¿Le dijiste algo? Nada, pero creo que alguien más sí. Olga la miró de lado como diciendo, “Ya me imagino quién”, pero no dijo nada más. Poco a poco el ambiente se volvió pesado. Había miradas que antes no estaban, silencios largos en los pasillos, comentarios sueltos que parecían al aire, pero que llevaban dirección.

“Dicen que la señorita Fernanda está haciendo horas extras con el patrón”, dijo un jardinero al pasar. Fernanda lo escuchó desde la ventana de la cocina. Se le encogió el estómago. No era verdad. No había pasado nada entre ellos. ni un beso, ni un rose, ni una intención clara, pero ya todos estaban viendo cosas donde no había y eso dolía. Una noche, mientras Mauricio revisaba unos documentos en su estudio, Fernanda entró a dejarle una taza de café. Era algo que hacía seguido, un gesto simple, pero esa vez dudó.

¿Pasa algo?, preguntó él, notando que ella no cruzaba la puerta como siempre. No, nada, solo seguro que quiere café. Ya es tarde. Mauricio dejó los papeles a un lado. ¿Te dijeron algo? Fernanda negó con la cabeza, pero no convenció a nadie. He notado que algunos me miran diferente, dijo ella bajando la voz. Mauricio no respondió al instante. Sabía perfectamente lo que estaba pasando. Ya había vivido ese tipo de ambiente. Sabía que no todos aceptaban fácil que una persona nueva llegara a cambiar rutinas.

Si te incomoda algo, me dices. Dijo él firme. No quiero causar problemas. No los estás causando, los están inventando. Fernanda asintió, pero no se sintió mejor porque una cosa era que él la defendiera y otra tener que seguir viviendo rodeada de gente que ya la veía como una intrusa. Y los días siguieron igual. Emiliano la seguía adorando. Olga la apoyaba como podía, pero Marilu ya no le dirigía la palabra más que para dar indicaciones. Y los demás empleados, aunque no eran groseros, empezaban a evitarla.

Ya no la invitaban a comer con ellos, ya no la buscaban para reírse de algo. Se volvió invisible en medio de todos. Una tarde, mientras limpiaba el cuarto de juegos, escuchó como dos empleadas nuevas cuchicheaban en la cocina. “Dicen que se va a quedar con la herencia”, dijo una bajito. “¿Tú crees?”, respondió la otra. “Pues si el señor le agarra cariño, ya la hizo.” Fernanda apretó los dientes. No sabía si llorar o gritar, pero no hizo ninguna de las dos cosas.

solo siguió trapeando como si no hubiera escuchado nada esa noche le marcó a su mamá. “Todo bien, hija?”, preguntó la señora con voz débil, pero contenta de oírla. “Sima, solo necesitaba escuchar tu voz. ” Y ahí, en silencio, mientras su mamá hablaba del tratamiento de la vecina chismosa, del arroz que se le quemó, Fernanda sintió que el nudo en el pecho se aflojaba un poquito, porque si algo tenía claro era que ella no estaba ahí para agradarles a todos.

Solo quería cumplir, ayudar a su mamá, cuidar a Emiliano y si se podía salir de ahí con la frente en alto. Pero algo estaba claro, no la iban a dejar en paz tan fácil. Ese día empezó raro. Emiliano se levantó con cara de dormido, sin ganas de hablar y con los ojitos un poco apagados. Fernanda lo notó desde el desayuno. No se quejaba, no lloraba, pero se notaba que algo no andaba bien. ¿Te duele algo, Emy?, le preguntó.

sirviéndole su jugo. “No sé, me siento raro”, dijo él apoyando la cabeza en la mesa. Fernanda le tocó la frente. Tenía fiebre, no muy alta, pero ahí estaba. “¿No vas a la escuela hoy?” El niño apenas y levantó la cara, asintió con flojera y se volvió a recargar. Fernanda lo acompañó al sillón de la sala, le puso una cobija encima y fue a buscar el termómetro. Mauricio ya había salido a una reunión temprano, así que ella se quedó con el niño todo el día.

Le habló al pediatra, le dio la medicina que le dejaron y cada media hora le checaba la temperatura. No se separó ni un segundo. Pasaron las horas. Emiliano apenas comió un poco de sopa y se volvió a acostar. Estaba decaído, con los ojos cerrados, pero sin dormirse del todo. Fernanda le ponía pañitos fríos en la frente y se sentaba junto a él en silencio, sin hacer ruido, solo estar ahí. En un momento, el niño estiró la mano y la buscó con los dedos.

Fernanda se la tomó. ¿Te vas a quedar aquí? Le dijo él con voz bajita. Sí, aquí me quedo, aunque me duerma. Aunque te duermas. Y se quedó ahí, sentada en la alfombra con la espalda apoyada en el sofá y la mano del niño entre las suyas. No tenía sueño, pero tampoco ganas de hacer otra cosa. Lo miraba respirar despacito, con la cobija hasta el cuello y los cachetes colorados por la fiebre. le acomodaba el cabello, le ponía otra vez el paño frío y cada vez que él se movía ella se acercaba para ver si estaba bien.

Pasaron más de 2 horas así. Mauricio llegó cerca de las 8 de la noche. Traía el saco colgado en el brazo y el celular en la mano. Entró por la puerta principal y lo primero que notó fue el silencio. Demasiado tranquilo para esa hora. Caminó hacia la sala y la escena lo detuvo en seco. Fernanda, sentada en el piso con la cabeza recargada en el sillón dormida. Emiliano acostado sobre sus piernas también dormido. La luz del pasillo apenas los iluminaba.

No se oía más que la respiración del niño. Y en esa imagen, algo en Mauricio se le apretó por dentro. No fue tristeza, ni culpa, ni nostalgia. Fue otra cosa. Fue ternura. Esa palabra que no había sentido desde hace años, desde que Alejandra se enfermó, desde que la vio irse poco a poco, desde que aprendió a tragarse el dolor con trabajo, con rutinas, con silencios. Pero ahí, viendo a su hijo en los brazos de esa mujer que apenas conocía, sintió que algo en su mundo se aflojaba.

Se acercó despacio, se agachó frente a ellos y con cuidado levantó a Emiliano en brazos. El niño se movió un poco, pero no se despertó. Fernanda abrió los ojos de golpe. “Perdón, me quedé dormida”, dijo ella parándose rápido. “No pasa nada, fiebre.” “Sí, pero bajó. Le di la medicina a las 3 y a las 7. Ya se siente un poco mejor.” Mauricio asintió. “Gracias.” Fernanda bajó la mirada. Le dolía la espalda, le dolían las piernas, pero no se quejaba.

¿Quieres cenar algo?, le preguntó él antes de subir con el niño. Ella dudó. No, estoy bien. Voy a dejar las cosas ordenadas y me voy a acostar. Está bien. Mauricio subió con Emiliano en brazos, lo acostó con cuidado, le puso la cobija y le dejó una lámpara encendida como siempre. Luego se quedó un momento en la puerta. Mirándolo dormir, bajó otra vez a la sala. Fernanda ya no estaba ahí, solo quedaba el vaso del termómetro, la toalla húmeda doblada sobre la mesa y una cobijita acomodada al lado.

Todo en orden. Fue a la cocina. Olga fregaba los últimos trastes. ¿Dónde está Fernanda? Creo que ya subió a su cuarto. Estuvo todo el día cuidando al niño. Mauricio asintió. Se sirvió un té y se quedó ahí parado sin moverse. ¿Usted está bien? Preguntó Olga. Él la miró. Hace mucho que no veía a mi hijo así de tranquilo con alguien. y no lo dijo, pero lo pensó. Ni yo me siento tan tranquilo como cuando está con ella.

Esa noche, Fernanda se acostó con el corazón lleno. No sabía por qué. Tal vez por el niño, tal vez por el silencio, tal vez por la forma en que Mauricio la había mirado cuando la despertó. Y aunque todavía no entendía nada, en su pecho algo le decía que ese momento, aunque pequeño, lo había cambiado todo. Era martes. De esos martes en los que parece que todo va normal, pero algo en el aire se siente distinto. Fernanda había empezado el día como siempre.

despertó temprano, ayudó a Emiliano con el uniforme, preparó el desayuno, dejó lista la agenda escolar y luego se puso a organizar los papeles que Mauricio le había encargado. Llevaba ya un rato metida en el estudio cuando escuchó el timbre. No le dio importancia. Supo que era alguna entrega o visita rápida. Marilu fue a abrir la puerta, pero no pasó ni un minuto cuando la voz de Renata retumbó en el pasillo. Qué raro que no me hayan avisado que había cambios en esta casa.

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