Tenía la suya llena de marcas por los químicos y el trabajo, pero firme, Fernanda. Y con eso nada más. Él no le pidió su número, no le ofreció nada, solo asintió, como si esa conversación le hubiera bastado. Ella recogió su trapeador, bajó la mirada, dio media vuelta y salió del lugar. Cuando se subió al elevador, se quedó unos segundos mirando su reflejo en la puerta metálica. No entendía nada. Bajó a su piso y siguió trabajando como si nada.
Pero algo dentro de ella no estaba igual. No podía dejar de pensar en esa extraña escena. ¿Por qué él? ¿Por qué ella? ¿Qué se supone que buscaba con eso? No le pidió favores, ni le ofreció dinero, ni la trató mal. Solo la miró como nadie la miraba desde hace años, directo a los ojos, como si lo que hacía tuviera valor. Ese mismo día, en su casa, mientras lavaba los platos después de cenar, su mamá notó que estaba distraída.
¿Estás bien, mija? Sí, ma, solo estoy cansada. Pero no era eso. Tenía una sensación rara en el pecho. No era miedo. Era como una chispa pequeña que no sabía si apagar o dejar encendida. Al otro lado de la ciudad, Mauricio también estaba en silencio, sentado frente a su computadora, sin tocar el teclado. Tenía la cabeza revuelta, pero no por trabajo. Se sentía como alguien que apenas estaba despertando de algo que llevaba mucho tiempo dormido. No era amor, todavía no, pero era algo.
Y aunque fue solo un cruce de palabras, algo se movió ese día. En los dos. Pasaron dos días después de aquella plática rara entre Fernanda y Mauricio. Dos días donde ella se obligó a no pensar en eso, aunque por dentro no dejaba de darle vueltas. Era como si una parte de su cabeza quisiera convencerse de que no pasó nada, de que fue solo un comentario suelto, un momento curioso y ya. Pero la verdad es que esa escena se le había quedado pegada como si fuera chicle en la suela del zapato.
Mientras tanto, Mauricio no era mucho de dar vueltas. Pero con Fernanda sí lo estaba haciendo y no porque no supiera lo que quería hacer, sino porque no sabía cómo iba a reaccionar ella. No la veía como alguien que se dejara impresionar con una camioneta nueva o un restaurante caro. Al contrario, la sentía como de esas personas que si se sienten presionadas se cierran como una puerta con doble candado. Por eso no fue directo. Habló con Sergio, su asistente y le pidió que hiciera una propuesta de forma cuidadosa, algo limpio, sin que sonara invasivo ni raro.
Sergio, aunque no entendía muy bien lo que estaba pasando, hizo lo que se le pidió. llamó al lugar donde Fernanda trabajaba de noche, se presentó como parte del equipo del señor Herrera y pidió hablar con ella. Le dijeron que estaba doblando manteles y que si quería dejar un recado. Sergio insistió. Al final, la jefa de turno fue a buscarla. Fernanda pensó que era una emergencia con su mamá. dejó lo que estaba haciendo y corrió al teléfono. Cuando escuchó que alguien hablaba en nombre de Mauricio, sintió como si le apretaran el estómago.
Buenas noches, Fernanda Morales. Sí, ¿quién habla? Mi nombre es Sergio. Trabajo con el señor Mauricio Herrera. Él me pidió hablar con usted para hacerle una propuesta laboral. Sería un empleo fijo con mejor salario y prestaciones. Si le interesa, podríamos agendar una cita mañana en el lugar que usted elija. Silencio. Fernanda no supo que contestar. Miró hacia un lado, luego al suelo. Le sudaban las manos. Había algo en todo eso que no le gustaba. Demasiado rápido, demasiado perfecto.
¿Por qué alguien como él querría ofrecerle trabajo a alguien como ella? ¿Qué clase de empleo era ese? ¿Por qué no lo decía él directamente? ¿Qué tipo de trabajo es? Preguntó tratando de sonar firme. El señor Herrera necesita una persona de confianza que lo apoye en su casa, organización de agenda familiar, ayuda con el cuidado de su hijo y algunas tareas administrativas personales, nada fuera de lo normal. Él la eligió por su actitud, responsabilidad y ética de trabajo.
Lo ha observado y cree que sería una buena oportunidad para ambos. Fernanda se quedó en silencio unos segundos más. Luego dijo que lo pensaría. Esa noche no pudo dormir. Se revolvía en la cama dándole vueltas al tema. Había algo dentro de ella que le decía que no aceptara, que no confiara, que nadie da nada sin querer algo a cambio y menos alguien con tanto dinero. Pero al mismo tiempo, ¿y si sí era una buena oportunidad? ¿Y si no todos eran iguales?
¿Y si realmente quería ayudarla? ¿Estaba aceptar ayuda? La respuesta vino sola al día siguiente, pero no de parte de Mauricio. A las 7 de la mañana, su mamá amaneció con el rostro pálido y las piernas entumidas. No podía levantarse de la cama, le dolía todo. Fernanda trató de calmarla, pero el temblor en las manos de su madre era diferente, más fuerte, más preocupante. Fue a la farmacia más cercana, pidió una inyección y volvió corriendo. Pero la señora no respondía igual.
llamó a un doctor conocido que a veces iba por consulta a domicilio y cuando llegó la cara del médico lo dijo todo. Necesita hospitalización urgente. Esto no se va a controlar en casa. Fernanda sintió que se le venía el mundo encima. No tenía dinero para una ambulancia, mucho menos para una clínica privada. llamó a un taxi de aplicación, metió a su mamá como pudo y se fueron al hospital general más cercano. Ahí, como siempre, había fila, gente esperando en sillas de plástico, enfermeras corriendo de un lado a otro y un olor a desinfectante que picaba en la nariz.
Después de casi 2 horas la ingresaron. El diagnóstico era claro. Su mamá necesitaba tratamiento urgente y permanente, diálisis, pronto y costoso. Si no, el daño iba a ser mayor cada semana. El doctor le dio un número estimado de lo que costaría todo. Fernanda no tenía ni el 5% de esa cantidad. Se fue a su casa, se encerró en el baño y se dejó caer en el piso. Ahí sí lloró con rabia, con miedo, con impotencia. se limpió la cara con papel de baño barato y se quedó mirando al techo.
Ese mismo día, por la tarde, marcó al número que le había dado Sergio. “Acepto la cita”, dijo, “pero quiero hablar con él en persona.” Le dieron la dirección de una cafetería tranquila, lejos de la zona elegante, a una hora donde no hubiera gente. Cuando llegó, lo vio sentado en una mesa de la esquina, sin guaruras, sin traje caro, solo con una camisa azul arremangada y una expresión seria. Ella se sentó sin saludar. Tenía la cara cansada, los ojos rojos, pero la voz firme.
¿Por qué yo? Porque confío en ti, dijo él sin rodeos. Porque te vi trabajar y me pareció injusto que alguien como tú no tenga una vida mejor. ¿Y que quiere a cambio? Nada, solo que me ayudes, que trabajes conmigo. Quiero que estés cerca de mi hijo, que me apoyes con mi agenda. No busco otra cosa. Fernanda lo miró con fuerza. No era ingenua, pero algo en su forma de hablar. En su tono, en su mirada, no tenía ese brillo falso que había visto antes en otros hombres, que también prometían cosas.
Y si mañana cambia de opinión, no voy a cambiar. Ella se quedó unos segundos en silencio, luego estiró la mano por encima de la mesa. Está bien, acepto. Mauricio sonrió por primera vez en todo el encuentro. Fernanda, no. Ella solo pensaba en su mamá, en la cama del hospital, en la cuenta pendiente, en la promesa que se hizo a sí misma desde niña, salir adelante sin perderse a sí misma. Y aunque no lo dijo en voz alta, dentro de su cabeza solo había una frase: “Si esto se sale de control, me voy sin mirar atrás.