El patrón rico pensó que sería divertido

Su siguiente trabajo empezaba a las 11, en un local de eventos al sur de la ciudad. Si llegaba tarde, le quitaban el bono del día. No se podía dar ese lujo. Mauricio, en cambio, llegó a su oficina en Santa Fe, se tomó un café con leche de almendra, revisó correos en su computadora de última generación y tuvo una junta de una hora con socios de otra empresa. Nadie lo veía distraído, pero él no dejaba de pensar en algo que no entendía del Ah, así todo, por qué se le había metido Fernanda en la cabeza.

Por la tarde, Fernanda llegó a su segundo trabajo. El uniforme gris le quedaba grande, los tenis estaban viejos, pero siempre llevaba el cabello recogido con orden. Aunque la espalda le doliera y los pies la quemaran, no se quejaba. Saludó a los encargados, se puso a doblar manteles, a mover mesas, a sacar charolas. Iba de un lado a otro como si tuviera un motor. Una compañera le preguntó si no se cansaba nunca. Fernanda sonrió y dijo, “Claro que me canso, pero no tengo opción.

Ese día había una fiesta de cumpleaños para una niña rica, globos, payasos, comida de lujo, hasta un DJ con luces de colores. Fernanda lo observaba todo desde la barra mientras lavaba vasos. No sentía envidia ni tristeza. Solo veía como si estuviera viendo una película donde ella nunca iba a salir en cámara. Mauricio, por su parte, fue a una cena con inversionistas en un restaurante elegante. Comieron carne de cobe, bebieron vino importado y hablaron de millones como si fueran monedas.

Al salir lo invitaron a un antro, pero él se negó. Dijo que tenía cosas que hacer. En realidad no quería hablar con nadie. Solo pensaba en lo lejos que vivía de todo lo que realmente importaba, en cuánto tiempo llevaba rodeado de gente que solo decía lo que él quería oír y en esa mujer que sin hablarle ya le decía más que todos los demás. Esa misma noche Fernanda volvió a su casa con las piernas entumidas y las manos partidas.

Entró con cuidado, fue directo al cuarto de su mamá y la encontró dormida. Le acarició el cabello despacito y luego se fue a bañar. El agua salía tibia, a ratos fría, se lavó el cuerpo con una barra de jabón gastada y se quedó sentada unos minutos en el piso con la cabeza entre las rodillas. No lloró, ya ni eso le salía. En la otra punta de la ciudad, Mauricio abrió una botella de vino, se sirvió una copa y salió al jardín.

Se sentó en una de las sillas del patio trasero, mirando las luces de la ciudad a lo lejos. La casa estaba en silencio. Emiliano dormía y él, por primera vez en mucho tiempo se sintió completamente solo, no solo por dentro, sino también por fuera. Ahí fue donde se dio cuenta de que su mundo y el de Fernanda no tenían nada que ver, que él tenía todo menos vida y que ella, con tan pooco, cargaba un mundo entero.

El miércoles empezó como cualquiera para Fernanda. Amaneció con el mismo sonido de siempre, la alarma chillona del celular barato. Su cuerpo se quejaba. Tenía un dolorcito en la espalda baja y un ardor en los talones, pero no se podía detener. Se bañó con agua helada, se puso su uniforme gris claro y dejó preparado el desayuno para su mamá. Luego salió corriendo, como cada mañana, agarrando el metro con el tiempo contado. Lo que no sabía era que ese día iba a ser diferente, porque esa mañana alguien más también estaba en camino al mismo lugar que ella.

Mauricio había decidido no pensarlo más. Ya no quería verla solo desde lejos. No sabía que le iba a decir ni cómo iba a sonar eso sin que pareciera raro, pero sí sabía que necesitaba hablarle. Así, sin más, pasaron las horas. Fernanda ya había trapeado el pasillo del segundo piso, sacudido escritorios y lavado el baño de damas. Estaba por irse al comedor a tomar un café cuando la llamaron desde recepción. Uno de los encargados le dijo que había que limpiar de inmediato una oficina del piso 7 porque iban a tener una reunión especial.

Ella subió sin pensar, con el carrito de limpieza, sin imaginarse lo que iba a encontrar. La oficina era grande, con una vista increíble a la ciudad. Tenía muebles oscuros, libros acomodados en repisas de cristal y una alfombra que claramente costaba más que toda la ropa que Fernanda tenía en su closet. No le impresionó. Ya había limpiado lugares más lujosos, pero lo que sí la sacó de onda fue que al abrir la puerta se topó de frente con un hombre que la estaba esperando.

Buenos días, dijo Mauricio. Tranquilo, con las manos en los bolsillos. Fernanda se quedó helada. lo reconoció al instante. Era él, el organizador del evento donde trabajó hace apenas una semana. Lo había visto en fotos, en las noticias, en las revistas que la señora del puesto de periódicos dejaba afuera, un empresario de esos que parecen intocables, y ahora estaba frente a ella. “¿Usted pidió que viniera a limpiar?”, preguntó tratando de sonar segura, aunque el corazón le latía en la garganta.

“No, solo quería hablar contigo.” Fernanda se tensó. Lo primero que pensó fue, “Algo hice mal. Había roto algo sin querer en la gala. ¿Se había quejado alguien de ella? Iban a despedirla. Si es por lo del evento”, empezó a decir, “pero Mauricio la interrumpió con un gesto. No es por eso. Tranquila. ” Ella apretó el trapeador con fuerza. No sabía si quedarse o irse. En su cabeza empezaban a correr todas las posibilidades de lo que podía estar pasando.

Le iban a reclamar, a proponer algo raro, a pedirle que firmara algo. Mauricio lo notó. Notó esa forma en la que ella se ponía a la defensiva, como si la vida ya la hubiera puesto muchas veces contra la pared. Le pareció injusto que alguien así tuviera que estar con miedo hasta para una simple conversación. Vi cómo trabajabas”, dijo él en el evento. “Y aquí solo quería decirte que admiro tu forma de hacer las cosas.” Fernanda lo miró con los ojos entrecerrados.

Esa respuesta no la esperaba ni remotamente. Eso es todo. Sí. Silencio. Ni uno ni otro sabía muy bien cómo seguir. Ella seguía parada con el trapeador en la mano, sin saber si debía agradecer, salir corriendo o quedarse esperando instrucciones. Él, por su parte, no quería parecer un loco. Solo sentía la necesidad de dejar claro que la había notado, que algo en ella se le había quedado en la cabeza. Me llamo Mauricio”, dijo finalmente extendiéndole la mano. Fernanda dudó dos segundos y luego se la estrechó.

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