El patrón rico pensó que sería divertido

Desde entonces, Fernanda trabajaba día y noche para pagar medicinas, comida, renta, transporte y todo lo que una vida así implica. Sergio se sentó frente a él en la oficina, sacó su celular y le mostró una foto que había encontrado. Era de Facebook, vieja, mal encuadrada, pero se le veía la cara. Mauricio la miró por unos segundos, no dijo nada, solo asintió. Luego pidió que le dijera en dónde trabajaba durante el día. Sergio le explicó que por las mañanas limpiaba oficinas en un edificio de Polanco.

Mauricio no dijo que iba a ir, pero esa misma semana mandó a hacer una revisión sorpresa en el mismo lugar. No se bajó ni la primera vez, solo laudo. Vio salir por la puerta del personal. Iba con una mochila al hombro sudada, con el uniforme arrugado y el cabello mojado, como si se hubiera lavado la cara a la carrera. Cruzó la calle sin mirar a nadie, con pasos rápidos y sin detenerse. Era evidente que tenía prisa. Mauricio le pidió al chófer que la siguiera a distancia.

Él se sentía raro haciéndolo, pero no podía evitarlo. Quería saber más, no por morvo, ni por querer meterse en su vida, sino por entender qué había en ella que le movía tanto por dentro. La siguieron hasta una zona popular del oriente de la ciudad. Bajó en una calle llena de locales cerrados y casas pegadas entre sí. Entró a un edificio viejo con pintura descascarada. No tardó mucho. Unos 40 minutos después salió con otra blusa cargando una bolsa de tela y una botella de agua.

El chóer le preguntó si seguían. Mauricio le dijo que no, que ya con eso tenía suficiente. No quería invadir más. Pero la imagen de esa mujer bajando de un microbús, entrando a Minus, un edificio de mala muerte y luego saliendo como si nada, lo dejó inquieto. Esa noche no cenó. se quedó en su estudio con la computadora prendida, leyendo correos sin concentrarse. Emiliano entró un rato a contarle algo del colegio, pero Mauricio apenas y lo escuchó. Solo cuando su hijo le dijo que había hecho un dibujo de su mamá y que la quería mostrar, reaccionó, se sentó junto a él en la alfombra y lo escuchó con atención.

El dibujo era sencillo. Una mujer con vestido azul, un niño con cara feliz y un hombre alto de traje. Lo curioso era que la mujer no tenía el mismo peinado que Alejandra solía usar. Mauricio lo notó. ¿Así recuerdas a tu mamá?, le preguntó. No. Así es como se ve la señora Fernanda, respondió el niño, como si fuera lo más normal del mundo. Mauricio sintió una punzada en el pecho, no le reclamó nada, solo lo abrazó. se quedó con el dibujo en la mano, mirando esos trazos mal hechos, pero llenos de significado.

La niña del dibujo tenía el cabello recogido, igual que la muchacha del salón. Al día siguiente fue a trabajar, como de costumbre, reuniones, llamadas, decisiones importantes. Pero en un momento de la tarde, cuando tenía un espacio libre, bajó al estacionamiento, se subió a su camioneta y le pidió al chóer que lo llevara otra vez a donde trabajaba Fernanda. Esta vez sí bajó, entró al edificio como si fuera a una junta cualquiera y subió al piso donde ella limpiaba.

No habló con ella, solo la vio desde lejos. Estaba trapeando una oficina vacía con los audífonos puestos. Se movía rápido, como si tuviera que acabar antes de una hora específica. Cuando terminó, sacó un trapo de la bolsa y empezó a limpiar los escritorios. No parecía darse cuenta de su alrededor. No miraba a nadie. Mauricio sintió un respeto enorme por ella, por su forma de trabajar, por la manera en que no se detenía ni un segundo. No sabía nada de su vida personal, pero su esfuerzo se notaba en cada movimiento.

Más tarde habló con Sergio y le pidió que hiciera una revisión completa de su situación, no para molestarla, sino para saber si había algo en lo que pudiera ayudarla sin que ella se sintiera incómoda. Sergio, aunque ya medio acostumbrado a los caprichos de Mauricio, le preguntó si no estaba exagerando. Es solo una muchacha. Hay miles como ella, dijo. Mauricio lo miró serio. No, como ella, no. Esa noche Sergio le entregó un pequeño informe. Fernanda tenía una madre llamada Lidia Morales, 63 años, con problemas en los riñones.

No podía trabajar. Estaba en tratamiento desde hacía meses. Los doctores decían que necesitaba diálisis, pero no tenían dinero para pagarla. Fernanda ganaba lo justo para que no las corrieran del departamento y apenas les alcanzaba para la medicina genérica. No recibían ayuda de nadie, no tenían parientes cercanos, solo se tenían la una a la otra. Mauricio se quedó leyendo eso durante varios minutos, no dijo nada, solo cerró la carpeta y se quedó sentado en el sillón con las luces apagadas.

Al día siguiente volvió a ver a Fernanda. Fue al salón de eventos sin que ella lo notara. La vio poner manteles, acomodar sillas, limpiar baños. Y cada vez que la observaba, más claro tenía que no era simple interés, era admiración, porque no conocía a muchas personas que hicieran tanto por alguien sin esperar nada a cambio. Porque en un mundo lleno de gente que se vendía por un centavo, ella luchaba cada día sin quejarse, porque no tenía nada.

y aún así se esforzaba como si tuviera todo. Y ahí fue cuando Mauricio empezó a preguntarse algo que no se había atrevido a pensar desde que Alejandra murió. ¿Qué pasaría si por una vez en la vida se dejaba llevar por lo que sentía? El despertador de Fernanda sonó a las 5 en punto, como todos los días. Su cuarto estaba oscuro, apenas iluminado por una lámpara pequeña que parpadeaba a veces. Se levantó sin hacer ruido, caminó descalza hasta el baño y se echó agua en la cara.

Tenía los ojos hinchados, no porque hubiera llorado, sino por el cansancio que se le juntaba en el cuerpo desde hacía meses. Se vistió rápido, pantalón de mezclilla, blusa sencilla, suéter viejo y una mochila donde metía su lonche, su gel antibacterial y su botella de agua. En la cocina ya tenía preparado el desayuno para su mamá, un licuado, una fruta picada y las pastillas separadas por horario. Caminó al cuarto de al lado, abrió despacito la puerta y encontró a su madre dormida con el cuerpo delgado envuelto en una cobija floreada.

Le dio un beso en la frente y le dejó el desayuno sobre la mesita. Luego salió al trabajo. A esa misma hora, en otro punto de la ciudad, Mauricio seguía dormido en su recámara enorme, con sábanas blancas planchadas y la calefacción en 20 grados exactos. Emiliano dormía en el cuarto de al lado con una lámpara de dinosaurio encendida y su peluche favorito entre los brazos. En la cocina ya estaban preparando el desayuno. Jugo recién exprimido, pan tostado, fruta fresca y huevos al gusto.

Todo listo, aunque ellos no se levantarían hasta dentro de una hora más. Fernanda, en cambio, iba colgada de la puerta de un microbús que ya venía lleno desde la primera parada. Se agarraba fuerte con una mano, con la otra sostenía su mochila mientras el camión avanzaba dando tumbos. Afuera todavía estaba oscuro, pero el tráfico ya empezaba a moverse como cada mañana. No tenía espacio para pensar mucho, solo para aguantar el día. Al llegar al edificio de Polanco, donde limpiaba oficinas, saludó al vigilante con una sonrisa cansada y subió al piso ocho.

Ahí, como todos los días, se puso los guantes, sacó los líquidos de limpieza y comenzó a trabajar sin perder tiempo. Tenía 3 horas para dejar todo impecable antes de que llegaran los empleados y si se atrasaba le descontaban el día. Mientras tanto, en la casa de Mauricio, el chóer ya tenía lista la camioneta. El niño se subió con su uniforme planchado, mochila nueva y una sonrisa floja porque no quería ir a la escuela. Mauricio lo acompañó como siempre, con su traje elegante, peinado sin un solo cabello fuera de lugar.

En el camino hablaban de cualquier cosa, un partido, un juguete nuevo o el dibujo que Emiliano había hecho la noche anterior. Parecían una familia tranquila, pero Mauricio todavía traía en la mente a la mujer que vio limpiando oficinas el otro día. Fernanda terminó su jornada a las 9:30, guardó sus cosas, se lavó las manos y salió sin decir mucho. Caminó dos cuadras hasta la parada del metro, bajó al andén y esperó. No había desayunado, pero ya estaba acostumbrada.

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