Pero la vida en la ciudad fue dura. Al principio, Rodrigo dormía bajo puentes, usando un pedazo de plástico como cobija. Muchas noches se saltaba la cena para que sus hijas tuvieran arroz con sal y verduras cocidas. Aprendió a coser su ropa, a lavar sus uniformes—sus manos ásperas sangraban por el detergente y el agua helada en las noches de invierno.
Cuando las niñas lloraban por su madre, él solo podía abrazarlas con fuerza, con lágrimas cayendo en silencio, susurrando:
“No puedo ser su madre… pero seré todo lo demás que necesiten.”
Años de esfuerzo le pasaron factura. Una vez colapsó en una obra, pero pensó en los ojos esperanzados de Lupita y Dalia y se levantó, apretando los dientes. Jamás dejó que ellas vieran su cansancio—siempre reservaba sus sonrisas para ellas. Por las noches, se sentaba junto a una lámpara tenue intentando leer sus libros—aprendiendo letra por letra para ayudarlas con la tarea.
Cuando se enfermaban, corría por callejones buscando médicos económicos, gastaba hasta el último peso en medicinas—incluso se endeudaba, con tal de que no sufrieran.
El amor que les dio se volvió la llama que calentó su humilde hogar en cada dificultad.
Lupita y Dalia eran estudiantes brillantes, siempre de las mejores de su clase. Por más pobre que fuera, Rodrigo nunca dejó de repetirles:
“Estudien hijas. Su futuro es mi único sueño.”