Pasaron veinticinco años. Rodrigo, ya anciano y frágil, con el cabello blanco como la nieve y las manos temblorosas, nunca dejó de creer en sus hijas.
Hasta que un día, descansando sobre un catre en su cuarto alquilado, Lupita y Dalia regresaron—mujeres fuertes, radiantes, vestidas con impecables uniformes de piloto.
“Papá,” dijeron, tomándolo de las manos, “queremos llevarte a un lugar.”
Desconcertado, Rodrigo las siguió mientras lo guiaban hasta un auto… y luego hasta el aeropuerto—el mismo lugar que él había señalado desde la reja oxidada cuando eran niñas, diciéndoles:
“Si un día ustedes llegan a vestir ese uniforme… será mi mayor felicidad.”
Y ahora, allí estaba él, frente a un enorme avión, flanqueado por sus hijas—ahora pilotos de la aerolínea nacional mexicana.
Las lágrimas le rodaban por las mejillas arrugadas mientras lo abrazaban.
“Papá,” susurraron, “gracias. Por tus sacrificios… hoy volamos.”
Los presentes en el aeropuerto quedaron conmovidos ante la escena: un hombre humilde, con sandalias desgastadas, siendo guiado con orgullo por sus dos hijas sobre la pista. Más tarde, Lupita y Dalia revelaron que habían comprado una hermosa casa nueva para su padre. También crearon un fondo de becas con su nombre, para ayudar a jóvenes con grandes sueños—como ellas.
Aunque su vista se había opacado con los años, la sonrisa de Rodrigo brillaba como nunca. Estaba orgulloso, mirando a sus hijas con sus uniformes relucientes.
Su historia se convirtió en una inspiración nacional. De ser un obrero pobre que cosía uniformes rotos bajo una lámpara tenue, crió a hijas que ahora surcaban los cielos—y al final, fue elevado por su amor… hacia el cielo que una vez solo pudo soñar.