“Él no es mi hijo”, declaró fríamente el millonario, su voz resonando en el vestíbulo de mármol. “Prepara tus cosas y vete. Los dos.” Señaló la puerta. Su esposa abrazó con fuerza a su bebé, con lágrimas llenándole los ojos. Pero si tan solo él hubiera sabido…
La tormenta afuera igualaba la que estallaba dentro de la casa. Eleanor se quedó inmóvil, con los nudillos blancos mientras apretaba al pequeño Oliver contra su pecho. Su esposo, Gregory Whitmore, magnate multimillonario y cabeza de la familia Whitmore, la miraba con una furia que no había visto en los diez años que llevaban casados.
—Gregory, por favor —susurró Eleanor, con la voz temblorosa—. No sabes lo que estás diciendo.
—Sé exactamente lo que digo —espetó él—. Ese niño… no es mío. Hice la prueba de ADN la semana pasada. Los resultados son claros.
La acusación le dolió más que una bofetada. Las rodillas de Eleanor casi cedieron.
—¿Hiciste una prueba… sin decírmelo?
—Tuve que hacerlo. No se parece a mí. No actúa como yo. Y no podía seguir ignorando los rumores.
—¿Rumores? ¡Gregory, es un bebé! ¡Y es tu hijo! Lo juro por todo lo que tengo.
Pero Gregory ya había tomado su decisión.