—Tus cosas serán enviadas a la casa de tu padre. No vuelvas aquí. Nunca.
Eleanor se quedó allí un momento más, esperando que fuera solo una más de sus decisiones impulsivas, de las que se le pasaban al día siguiente. Pero la frialdad en su voz no dejó lugar a dudas. Se dio la vuelta y salió, sus tacones resonando en el mármol mientras el trueno retumbaba sobre la mansión.
Eleanor había crecido en un hogar modesto, pero entró en un mundo de privilegios cuando se casó con Gregory. Era elegante, tranquila e inteligente—todo lo que las revistas celebraban y la alta sociedad envidiaba. Pero nada de eso importaba ahora.
Mientras la limusina la llevaba junto a Oliver de regreso a la cabaña de su padre en el campo, su mente daba vueltas. Había sido fiel. Había amado a Gregory, estado a su lado cuando los mercados se derrumbaron, cuando la prensa lo destruyó, incluso cuando su madre la rechazó. Y ahora, la echaban como a una extraña.
Su padre, Martin Claremont, abrió la puerta, con los ojos muy abiertos al verla.
—¿Ellie? ¿Qué ha pasado?
Ella cayó en sus brazos. —Dijo que Oliver no es suyo… Nos echó.
La mandíbula de Martin se tensó. —Entra, hija.
Durante los días siguientes, Eleanor se fue adaptando a su nueva realidad. La casa era pequeña, su antigua habitación apenas había cambiado. Oliver, ajeno a todo, jugaba y balbuceaba, dándole momentos de paz entre el dolor.
Pero algo no dejaba de molestarla: la prueba de ADN. ¿Cómo podía estar equivocada?
Desesperada por respuestas, fue al laboratorio donde Gregory había hecho la prueba. Ella también tenía contactos—y algunos favores que le debían. Lo que descubrió le heló la sangre.
La prueba había sido manipulada.
Mientras tanto, Gregory se encontraba solo en su mansión, atormentado por el silencio. Se decía a sí mismo que había hecho lo correcto—que no podía criar al hijo de otro hombre. Pero la culpa lo carcomía. Evitaba entrar en la antigua habitación de Oliver, pero un día, la curiosidad lo venció. Al ver la cuna vacía, la jirafa de peluche y los diminutos zapatitos en el estante, algo en su interior se quebró.
Su madre, Lady Agatha, no ayudaba.
—Te lo advertí, Gregory —dijo, sorbiendo su té—. Esa Claremont nunca estuvo a tu altura.
Pero incluso ella se sorprendió cuando Gregory no respondió.
Pasaron los días. Luego, una semana.
Y entonces llegó una carta.
Sin remitente. Solo una hoja y una fotografía.
Las manos de Gregory temblaban al leerla.