Ese niño no sobrevive una noche más. Hoy. Aquella noche, la casa comió sola. Sara no preguntó por Izar ni Alba. Jugó con su muñeca nueva como si nada hubiera pasado. Y en 1900, en el establo, bajo una manta de lana que alguien dejó sin decir palabra y se durmió entre Rocío y Zorn. No soñó. No lloró. Sólo respiró. Como si por primera vez el silencio ya no le doliera.
La tarde caía como una plegaria mal pronunciada. El cielo sobre las montañas de piedra se teñía de un gris opaco. Sin lluvia. Sin sol. Como si el tiempo mismo se negara a tomar partido. En la cocina del albergue rural. El silencio era espeso.
Baena no movía ni una pestaña mientras observaba el cuaderno de Izar, donde el niño había dibujado una vez más su cuerpo encorvado bajo la sombra de mi. No me siento una mujer con látigo. Esta vez había añadido algo nuevo. El perro zorro. De pie frente a ella, con los dientes apretados. Él no me deja solo. Dijo Isar, apenas audible. Él siempre sabe cuándo me va a doler. Baena sintió que algo en su pecho se acomodaba.
No era exactamente dolor. Era como si una memoria antigua, la suya. Tal vez se abriera como esas puertas de las haciendas viejas que crujen antes de revelar un patio que nadie ha pisado en años. Pero antes de que pudiera responder, alguien llamó a la puerta. Golpes secos, rítmicos. Como si el que estuviera afuera no temiera nada.
Mateo, el vecino solitario, el que hablaba con las gallinas y regaba el huerto a las 03:00. Nadie lo tomaba en serio, pero sus ojos eran claros, demasiado claros para un hombre que callaba tanto. Entró sin esperar invitación, con el sombrero en la mano y la mirada clavada en torno. No confío en la gente. Dijo sin rodeos. Pero confío en la mirada de ese perro.
Baena frunció el ceño. ¿Qué quiere decir? Mateo dejó el sombrero sobre la mesa. Sus dedos eran gruesos, curtidos por años de tierra y herramientas, pero temblaban apenas durante dos años. Oí el mismo sonido cada jueves al anochecer. El crujido del cuero, El grito contenido. El ladrido. Siempre en la misma secuencia. Isaac se encogió en su silla.
Zorn, acostado a sus pies, levantó la cabeza y soltó un quejido bajo. ¿Y por qué no lo dijo antes? Preguntó Baena con una calma que apenas disimulaba la rabia. Porque nadie escucha a los locos respondió él. Pero ahora que veo ese dibujo y veo a este animal.
Se detuvo luego con una lentitud que parecía pesarle en los huesos, sacó del bolsillo una pequeña grabadora de las antiguas con cinta. La dejó sobre la mesa. Una vez la encendí. No sé por qué. Esa noche grabé sin querer. No se ve nada, pero se oye. Baena no la tocó. Sólo asintió y su voz fue un susurro firme. Gracias por venir. Al caer la noche, Sarah irrumpió en el albergue con un abrigo de lana y los labios pintados como si fuera domingo.