¿O es que tu madre no te enseñó ni eso antes de morirse como una inútil? El niño no respondió. Bajó la cabeza. El primer golpe le cruzó la espalda como un latigazo de hielo. El segundo cayó más bajo. Rocío pateó el suelo. Mírame cuando te hablo. Pero Isaac sólo cerró los ojos. Un hijo de nadie. Eso eres. Deberías dormir en el establo con los demás burros. Desde la ventana de la casa, Nilda observaba.
Tenía siete años. Un lazo rosado en el cabello y una muñeca nueva en los brazos. Su madre la adoraba. Aisha lo trataba como si fuera una mancha que no se quitaba con jabón. Esa noche, mientras el pueblo se recogía entre oraciones y el tañido suave de campanas. Y Sara permaneció despierto en la paja. No lloraba. No sabía hacerlo ya.
Rocío se acercó al borde de su corral y apoyó el hocico en la madera podrida que los separaba. ¿Tú entiendes? Dijo él sin levantar la voz. Tú sabes qué se siente cuando nadie te quiere ver. El caballo parpadeó despacio, como si respondiera. Una semana después, un grupo de vehículos entró por el camino polvoriento del rancho.
Camionetas con logotipos del gobierno, chalecos fluorescentes, cámaras colgando de los cuellos y entre ellos caminando sin prisa. Un perro viejo de pelaje grisáceo, hocico cansado. Ojos que habían visto más de lo que cualquier humano podría soportar. Se llamaba Zorn. Baena, la mujer que lo acompañaba era alta, morena, con acento del sur. Llevaba botas de cuero curtido y una carpeta llena de papeles. Inspección de rutina, dijo sonriendo con gentileza.
Nos llegó un reporte anónimo. Sara fingió sorpresa. Abrió los brazos como si ofreciera su casa. Aquí no tenemos nada que ocultar, señorita. Tal vez alguien se aburre en este pueblo y quiere problemas. Zorn no se interesó por los caballos ni por las cabras.
Caminó recto hacia el corral trasero donde estaba Fisher barriendo entre excrementos. El niño se detuvo. El perro también. No hubo ladrido ni miedo. Sólo esa pausa larga en la que dos almas rotas se reconocen. Zorn se acercó, Se sentó frente a Isaac. No lo olió. No lo tocó. Sólo se quedó allí. Como si dijera Estoy aquí y veo. Sarah los vio desde lejos. Sus ojos se tornaron como los de una serpiente al sol.
Ese chico le dijo a Baena más tarde, fingiendo risa. Tiene talento para la tragedia. Siempre está inventando cosas. Lo recogí por lástima. No es su hijo. De mi esposo anterior. Una carga más que un niño. Baena no respondió, pero Zorn sí. Se colocó delante de Isar, interponiendo su cuerpo como una muralla tranquila.
Sara se tensó. ¿Puedo ayudarte, perro? Zorn no se movió. Sólo la miró y Sara, por un instante, desvió los ojos porque en esa mirada había algo que no podía domar ni fingir. Esa noche el rancho pareció más frío. Sara bebió más vino de lo habitual. Melba se encerró con su muñeca dibujando casas donde nadie gritaba.
¿E izar? Izar soñó. Por primera vez en mucho tiempo, con un abrazo. No sabía de quién. Sólo recordaba el olor a tierra húmeda y un hocico cálido junto a su mejilla. Rocío golpeó el suelo con la pezuña. Una, dos, tres veces. El niño abrió los ojos y entre sombras creyó ver a Zorn recostado fuera del corral, vigilando, esperando, como si supiera que la noche no podía durar para siempre.
La mañana había amanecido con una niebla baja, de esa que enreda las ramas secas, como si el invierno se negara a soltar la mano. En la entrada del rancho. Una furgoneta blanca con el escudo desgastado de protección animal. Castilla Norte se detuvo en silencio. Sólo los gorriones se atrevieron a cantar. Baena bajó primero. Botas cubiertas de barro seco, bufanda de estambre azul celeste tejida por su abuela en Michoacán. Hace más de 20 años la llevaba como una especie de escudo.