Los labios de María temblaron y bajó la mirada para ocultar las lágrimas que le corrían por las mejillas.
Esa noche, Ethan estaba sentado en la habitación de los bebés, observando a sus gemelos dormir. Por primera vez en meses, la culpa lo atormentaba. Les había dado las mejores cunas, la ropa más fina, las fórmulas más caras. Pero había estado ausente. Siempre trabajando, siempre buscando otro contrato, construyendo otro imperio.
Sus hijos no necesitaban más riqueza. Necesitaban presencia. Necesitaban amor.
Y fue una empleada de la limpieza quien se lo recordó.
Al día siguiente, Ethan llamó a María a su oficina.
“No te voy a despedir”, dijo con firmeza. “Al contrario, quiero que te quedes. No solo como empleada de la limpieza, sino como alguien en quien mis hijos puedan confiar.”
Los ojos de María se abrieron de par en par. —Yo… yo no entiendo.
Ethan sonrió levemente. —Sé que estás criando una hija. A partir de hoy, sus gastos escolares están cubiertos. Y tendrás una jornada reducida; te mereces estar con ella.
María se llevó una mano temblorosa a la boca, abrumada. —Señor Whitmore, no puedo aceptar…
—Sí que puedes —la interrumpió con dulzura—. Porque ya me has dado más de lo que jamás podré devolverte.
 
					