Pasaron los meses y la mansión Whitmore cambió. No solo era más grande, sino también más acogedora. La hija de María solía venir a jugar con los gemelos al jardín mientras su madre trabajaba. El propio Ethan pasaba más tardes en casa, atraído no por sus informes de negocios, sino por el sonido de la risa de sus hijos.
Y cada vez que veía a María con los gemelos —acunándolos, consolándolos, enseñándoles sus primeras palabras— se sentía conmovido. Había llegado como ama de llaves; se había convertido en mucho más: un recordatorio de que la verdadera riqueza no se mide en dinero, sino en amor incondicional.
Una noche, mientras Ethan arropaba a sus hijos, uno de ellos balbuceó su primera palabra:
«Ma…»
Ethan miró a María, quien se quedó paralizada, con las manos sobre la boca, atónita.
Él sonrió. «No te preocupes. Ahora tienen dos madres: la que les dio la vida y la que les dio amor».
Ethan Whitmore siempre había creído que el éxito residía en las salas de juntas y las cuentas bancarias. Pero, en la tranquilidad de su mansión, una noche inesperada, descubrió la verdad:
A veces, las personas más ricas no son las que tienen más dinero… sino las que aman inmensamente.
 
					