En los días que siguieron, Andrés Salamanca dejó de ser el billonario intocable y calculador. Se convirtió en un hombre al borde del colapso. Recorrió la ciudad como un loco, obsesionado, desfigurado por la culpa. Contrató investigadores privados, revisó cámaras de seguridad de restaurantes, estaciones de metro, plazas públicas. Pagó sobornos a empleados de terminales de autobuses. Buscó en albergues, hospitales, iglesias, callejones. No dormía, apenas comía. Las llamadas eran frenéticas. Con cada llamada su voz salía más desesperada. Pago lo que sea, pero encuentren a esa niña.
Tiene alrededor de 9 años, piel morena, cabello oscuro, ojos intensos. Vuelvan a revisar. Busquen en las calles. Necesito encontrarla. Mientras el mundo a su alrededor intentaba seguir con normalidad, Andrés se hundía más y más en un pozo que él mismo había acabado y del cual ninguna cantidad de dinero parecía alcanzar la salida. Eduardo, por su parte, también sentía la ausencia. Por un breve momento, había vuelto a tener esperanza. Logró mover los dedos de los pies. sonríó. Dijo, “Papá, se está calentando otra vez.” Pero entonces, como si el tiempo se hubiera agotado, todo se detuvo.
Las piernas volvieron a dormirse. La sensación desapareció como si nunca hubiera existido y eso destruyó a Andrés. “No puede ser solo coincidencia, no puede”, repetía una y otra vez, caminando de un lado a otro en su sala. Ella comenzó algo y yo la eché. Fue en una madrugada fría, después de más de una semana de búsqueda que el teléfono sonó. Andrés contestó al primer timbrazo. Del otro lado, la voz de uno de los hombres que había contratado.
Señor Salamanca, encontramos a una niña con las características descritas. Está en un albergue de la zona norte con su madre. Antes de que la llamada terminara, Andrés ya tenía la llave del coche en la mano. Tenía el rostro demacrado, los ojos hundidos, la barba sin afeitar. Ya no parecía el ejecutivo temido e imponente, sino un padre rogando por redención. El albergue era sencillo, modesto, con paredes descascaradas y una escalera de concreto desgastada por el tiempo. Al llegar fue recibido con desconfianza.
Nadie entendía hacía un hombre en un auto de lujo ahí a esa hora, pero él solo mostró el nombre, las características de la niña y siguió adelante. Caminó por pasillos angostos, llenos de dibujos infantiles pegados con cinta, juguetes rotos, colchones en el suelo. El olor a desinfectante apenas disimulaba el de humedad. Cada paso parecía arrastrarlo hacia un pasado que había enterrado. Cuando se abrió la puerta de uno de los cuartos, se detuvo. Sus ojos fueron directo hacia la niña que dormía, acurrucada sobre una cobija delgada.
Era ella, la misma que había enfrentado su orgullo con ojos serenos, la misma que había tocado las piernas de su hijo con fe silenciosa. Pero fue al ver a la mujer a su lado, sentada, con expresión abatida, que el suelo pareció desaparecer bajo sus pies. Andrés dio dos pasos dentro, pero se detuvo completamente desorientado. No, esto no es posible, murmuró con la voz temblorosa. La mujer alzó el rostro lentamente, a pesar del tiempo, de las marcas de la vida, de la delgadez y el cansancio en la mirada, la reconoció.
Angélica dijo como quien ve un fantasma. Ella no mostró sorpresa. Su rostro se endureció como quien ya esperaba la reaparición de una vieja deuda. Tardaste en reconocerme, pero sí, soy yo, Andrés. Él dio otro paso, como si aún no estuviera convencido. ¿Qué haces aquí? Ella, Ella es tu hija. Angélica asintió con un pequeño gesto. Sí, lo es. Y tú, tú la echaste de un restaurante como si fuera una molestia cualquiera, igual que hiciste conmigo. El impacto de sus palabras cayó como un puñetazo.
Andrés retrocedió un paso. Su mente viajó años atrás. Angélica había trabajado con él. Era una de sus empleadas más prometedoras, competente, comprometida, elogiada por todos. Pero cuando quedó embarazada, empezó a llegar tarde a faltar. Su rendimiento bajó y él, sin dudarlo, sin diálogo, sin empatía, la despidió. “Joy no sabía que estabas pasando por todo eso. No sabía que ella era tu hija.” Balbuceó. “Claro que no lo sabías”, respondió ella seca, “Porque nunca quisiste saberlo.” Durante unos segundos el silencio se impuso.
Andrés miró a la niña dormida y sintió que el corazón le pesaba. La misma niña a la que había humillado era hija de alguien a quien había descartado. Entonces habló más bajo con voz casi temblorosa. Ella tocó a mi hijo y él sintió sus piernas por primera vez en 5 años. Después, después se fue. Pero ella comenzó algo, Angélica, y yo necesito entender. Angélica cruzó los brazos, respiró hondo. No había espacio para el perdón en ese momento, pero tampoco puertas completamente cerradas.