El sonido de la cuchara golpeando la copa de cristal cortó el aire. Todas las miradas se giraron hacia Ricardo. Camila sintió como su corazón latía despacio, muy despacio, mientras su esposo sonreía con esa mueca que ella conocía también. Familia, quiero divorciarme de Camila. Y entonces comenzaron los aplausos. La casa de la familia Mendoza en la colonia Chapalita olía a canela, clavo y chile guajillo desde las 6 de la mañana. Camila llevaba 5 horas parada en esa cocina enorme con azulejos de talavera y una estufa antigua que calentaba como horno de panadería.
Había ayudado a su suegra, doña Hortensia, a preparar 50 tamales de puerco, tres ollas gigantes de pozole rojo y un pavo relleno que pesaba casi 7 kg. Sus manos dolían, sus pies también, pero sonreía. Afuera, en el patio decorado con luces navideñas de colores y papel picado verde y rojo, los primos de Ricardo jugaban fútbol con los sobrinos. Las tías chismorreaban junto a la piñata con forma de estrella. Los abuelos descansaban en sillas de plástico blanco, tomando ponche caliente con tejocote y guayaba.
Todo era ruido, risas, villancicos sonando desde una bocina portátil. Todo parecía perfecto, pero Camila sabía la verdad. Desde hacía 6 meses, cada abrazo de su esposo había sido mentira. Cada beso, teatro, cada te amo murmurado antes de dormir. Pura actuación. Y esa noche de Nochebuena, 24 de diciembre, en medio de 30 personas, Ricardo iba a destrozarla públicamente, o eso creía él. Camila miró el reloj de pared con forma de gallo. Eran las 9 de la noche. La cena estaba lista.
Los platos de barro decorados ya ocupaban la mesa larga en el comedor. Las servilletas rojas dobladas con cuidado, los vasos llenos de agua de jamaica, el olor del pozole. hacía que todos se acercaran con hambre. “A cenar, familia!”, gritó doña Hortensia, secándose las manos en el delantal bordado. La familia Mendoza entró en tropel, tíos, primos, cuñados, sobrinos, 28 personas que se acomodaron apretadas alrededor de la mesa y las sillas extras traídas de la sala. Ricardo se sentó en la cabecera como siempre.
Camila quedó a su derecha como siempre. Él le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Nadie notó que era una sonrisa distinta, tranquila, fría, calculada. Don Arturo, el padre de Ricardo, levantó su copa de sidra el calvario. Brindemos por esta familia unida por la salud, por otro año juntos. Espera, papá, interrumpió Ricardo. Todos lo miraron. Él tomó su cuchara y la golpeó contra su copa de vidrio. El tintineo agudo silenció la mesa. Hasta los niños dejaron de moverse.