“¿Estás aquí solo?” El tono de Daniel era compasivo.
Ella asintió solemnemente. «Mis padres se fueron y nunca regresaron. Nos quedamos en un albergue, pero querían separarnos, así que nos fuimos».
Daniel sintió que le dolía el corazón al oír sus palabras, un recuerdo familiar lo atormentaba. “¿Huiste para proteger a Ben?”
Kayla asintió. Sus pequeños hombros soportaban el peso de la adultez, mucho más allá de su edad.
El Sr. Oliver intervino con dureza. «Señor, probablemente esté robando. No debería alentar esto».
Daniel lo ignoró, concentrándose solo en Kayla. Metió la mano en su billetera, sacó varios billetes y se los ofreció.
Kayla miró el dinero, pero negó con la cabeza con decisión. “Solo quiero leche, señor”.
Daniel sonrió suavemente, impresionado por su integridad. “¿Y si le ofreciera algo más que leche?”
Kayla entrecerró los ojos con curiosidad. “¿Cómo qué?”
—Como si fuera una casualidad —respondió Daniel, levantándose y volviéndose hacia la cajera con decisión—. Se van conmigo. Llama a quien quieras. Yo me hago cargo de ellos.
Los ojos de Kayla se abrieron de par en par, sorprendida. “¿Por qué nos ayudas?”
Daniel sostuvo su mirada seria. “Porque hace mucho tiempo, estuve en tu lugar”.
En cuestión de minutos, Kayla se encontraba en un coche elegante y cómodo, sosteniendo a Ben con seguridad mientras Daniel, en silencio, hacía los preparativos. Médicos, abogados y asistentes se pusieron manos a la obra, organizando todo lo necesario para recibir a dos niños vulnerables en el lujoso ático de Daniel.
Esa noche, después de un baño caliente y una cena abundante, Kayla se sentó envuelta en una suave bata, observando a Ben dormir plácidamente en una cuna segura y cálida. Daniel tocó suavemente la puerta antes de entrar en la habitación de invitados.