Los días se convirtieron en semanas. Vivíamos bajo el mismo techo, pero éramos extraños. Me trataba con respeto, me compraba regalos caros, pero nunca me tocaba. Cuando intentaba acercarme, él encontraba excusas: llamadas, viajes, reuniones. Yo sonreía frente a la sociedad, fingiendo un matrimonio perfecto, pero por dentro me consumía la duda.
Una madrugada, no pude más. Escuché pasos en el pasillo y el sonido de una puerta cerrándose suavemente. Daniel no estaba en su habitación. Movida por la desesperación, decidí seguirlo. Caminé por los interminables pasillos de la mansión hasta que me encontré con algo extraño: un panel en la pared del ala oeste, apenas perceptible, con una cerradura disimulada.
La curiosidad pudo más que el miedo. Durante días, busqué la llave en su despacho, entre cajones y libros antiguos. Finalmente, la encontré escondida dentro de una caja de relojes. Esa misma noche, con el corazón latiendo desbocado, abrí la puerta oculta.
Lo que descubrí me heló la sangre.
Tras la pared se escondía una habitación lujosa, iluminada tenuemente por lámparas doradas. Y en el centro, sentada en un sillón de terciopelo, había una mujer. Joven, pálida, vestida con seda. Me miró con ojos vacíos, como si llevara años atrapada en aquel lugar. No habló. Solo me observó, en silencio, como una sombra viva.
Sentí un grito ahogarse en mi garganta. ¿Quién era ella? ¿Por qué estaba allí? Y lo más inquietante: ¿sabía ella quién era yo?