Dio la respuesta exacta, y el gimnasio estalló en aplausos. Julián levantó los brazos, feliz por primera vez en mucho tiempo. Don Ricardo se levantó de su asiento y gritó: “¡Ese es mi hijo!”. Pero no todos estaban celebrando. El profesor se acercó de inmediato al millonario y le dijo en voz baja: “Señor Ortega, su hijo no aprendió esto en mis clases.
Alguien más lo está entrenando… y creo que sé quién”. Don Ricardo lo miró con desconfianza, pero antes de que pudiera preguntar nada más, Camila bajó la mirada y apretó fuerte la bandeja entre sus manos. Ella sabía que el secreto estaba a punto de salir a la luz. Lo que nadie esperaba era que esa revelación no solo cambiara la vida de Julián… también pondría a prueba el orgullo y la soberbia del millonario.
Esa misma noche, de regreso en la mansión, Don Ricardo estaba exultante. Caminaba de un lado a otro del salón contando a cada invitado que llegaba a su celebración improvisada lo que su hijo había logrado. “¡Ganó la competencia! ¡Les demostró a todos que un Ortega jamás se queda atrás!”. Levantaba su copa de vino y reía, convencido de que el triunfo era mérito de su apellido.
Julián, en silencio, observaba a su padre. Por primera vez había sentido orgullo propio, no por el dinero, no por el apellido, sino porque había entendido lo que hacía. Pero le dolía saber que su padre jamás aceptaría que aquella victoria no era fruto de costosos profesores, sino del esfuerzo de una mujer a la que apenas le dirigía la palabra.
En medio de la fiesta, el profesor de matemáticas llegó sin invitación. El ambiente se tensó cuando se acercó a Don Ricardo y dijo en voz alta: “Con todo respeto, señor, creo que debería saber la verdad sobre quién ayudó realmente a su hijo”. Todos los invitados se quedaron en silencio. Don Ricardo lo fulminó con la mirada. “¿De qué hablas?”.
El profesor señaló hacia el fondo, donde Camila acomodaba discretamente una charola de copas. “Ella. Esa mujer. He visto cómo su hijo la mira en cada problema. Ella es quien lo ha entrenado”. Las risas de la sala se apagaron de golpe. Don Ricardo giró lentamente la cabeza hacia Camila. Su rostro pasó de incredulidad a rabia. “¿Es cierto?”. Camila tragó saliva, intentando hablar, pero Julián se adelantó.
“¡Sí, papá! Fue ella quien me enseñó todo. Ninguno de tus tutores me hizo entender. Solo ella”. Un murmullo recorrió la sala. Los invitados se miraban entre sí, sorprendidos. Don Ricardo levantó la voz: “¡Inaudito! ¿Me estás diciendo que mi hijo aprendió de una sirvienta?”. Julián dio un paso al frente, con valentía. “No es una sirvienta cualquiera. Ella… es un genio”.
Camila bajó los ojos, avergonzada de la atención. “Perdón, señor, yo solo quería ayudar. No busco problemas”. Pero Don Ricardo, cegado por el orgullo herido, gritó: “¡Fuera de mi casa! Desde mañana estás despedida. Y tú, Julián, olvídate de verla”. El muchacho se quedó helado. “¡No puedes hacer eso! Ella es la única que me entiende.