“El hijo del millonario siempre fracasaba en todo hasta que la empleada descubrió un secreto que cambiaría sus vidas para siempre.”

Si se va,   volveré a fracasar”. Don Ricardo lo interrumpió  con dureza: “Prefiero un hijo ignorante que   un hijo que deba su éxito a una criada”. Camila se retiró en silencio, con lágrimas en   los ojos. Esa noche hizo sus maletas en la pequeña  habitación del servicio. Mientras doblaba su ropa,   recordaba todas las horas compartidas con  Julián y cómo había visto despertar en él   la confianza que tanto le faltaba.  Ahora, todo parecía derrumbarse.

Pero lo que nadie esperaba era que un testigo  inesperado guardaba una pieza clave de su   pasado. Una carta antigua, olvidada en un cajón  de la mansión, estaba a punto de salir a la luz.   Y esa carta demostraría que Camila no solo  era una empleada… sino alguien mucho más   importante en la historia de los Ortega.

Camila se marchó de la mansión con una   pequeña maleta en la mano. Caminaba con la cabeza  gacha, tratando de contener las lágrimas. Julián   intentó detenerla, pero su padre se interpuso:  “¡Ni una palabra más! ¡Esto termina aquí!”.   El muchacho, impotente, corrió a su cuarto.  Por primera vez en mucho tiempo, sintió   verdadero odio hacia la soberbia de su padre.

Esa noche, mientras Don Ricardo celebraba aún   con algunos invitados rezagados, la señora Carmen  —la jefa de servicio— entró al despacho con una   caja polvorienta en las manos. “Señor, encontré  esto cuando ordenaba el archivo antiguo. Creo que   debería verlo”. El millonario, algo irritado,  abrió la caja y sacó un sobre amarillento.   Reconoció la letra de su difunto hermano, Andrés. Dentro había una carta que lo dejó helado.

Andrés   contaba que, antes de morir, había  apoyado a una estudiante excepcional   en la universidad. Su nombre era Camila. “Ella  posee una mente brillante —escribía Andrés—,   pero la pobreza amenaza con truncar su destino.  Si algo me ocurre, ruego a mi familia darle la   oportunidad que merece. Algún día, quizás,  nos devuelva más de lo que imaginamos”.

Don Ricardo leyó esas líneas una y otra  vez. Su hermano, a quien tanto respetaba,   había confiado en esa joven mucho  antes de que trabajara en la mansión.   El millonario se hundió en la silla, sintiendo  cómo el orgullo lo aplastaba. Había humillado   y despedido a la misma mujer que representaba  el sueño y la esperanza de su propia familia.

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