Camila recogió uno de los libros y comenzó a hojearlo. “No es que no entiendas… es que te lo explican mal”, dijo con calma. Julián la miró sorprendido. “¿Tú sabes de esto?”. Ella sonrió apenas. “Un poco”. Y con palabras simples, empezó a mostrarle cómo resolver un problema de matemáticas. Julián abrió los ojos: por primera vez algo tenía sentido.
Pero lo que nadie sabía era que Camila guardaba un pasado que había enterrado hacía años. Y esa noche, en la habitación del heredero, empezó a despertar un secreto que podía cambiarlo todo. Camila no era una simple empleada, aunque nadie en la mansión lo sospechaba. Había estudiado en la universidad pública con una beca que ganó gracias a su talento para las matemáticas.
Incluso fue reconocida en concursos nacionales, pero un giro de la vida la obligó a dejarlo todo. Su madre enfermó gravemente y Camila tuvo que abandonar los estudios para trabajar. Desde entonces, cargaba con la etiqueta de “sirvienta”, mientras escondía en silencio una mente brillante. Aquella noche en el cuarto de Julián, al ver que resolvía un problema en segundos, el muchacho la miró como si fuera magia. “Pero… ¿cómo lo hiciste? El profesor nunca me explicó así”.
Camila sonrió con dulzura. “Porque los números no son enemigos, Julián. Solo hay que aprender a escucharlos”. Lo que empezó como una ayuda improvisada se convirtió en un hábito. Cada tarde, después de terminar sus tareas en la casa, Camila se sentaba junto al joven heredero. Usaba ejemplos sencillos: una bandeja de vasos para explicar fracciones, el precio de los víveres para enseñar porcentajes, las horas de trabajo para mostrar ecuaciones.
Poco a poco, Julián comenzó a entender lo que antes parecía imposible. Pero había un problema: Don Ricardo no debía enterarse. El millonario despreciaba la idea de que una empleada pudiera enseñar algo a su hijo. “¡Para eso pago escuelas caras y profesores con títulos! No para que una sirvienta meta sus narices”, repetía con arrogancia.
Por eso, las clases de Camila y Julián se volvieron clandestinas. Se reunían en la cocina cuando todos dormían o en el jardín trasero cuando el patrón salía de viaje. Con cada día que pasaba, Julián recuperaba la confianza. Incluso se atrevió a levantar la mano en clase y respondió correctamente, dejando a sus compañeros sorprendidos.
La noticia llegó a oídos de su padre, que no entendía cómo el hijo que siempre lo avergonzaba ahora empezaba a destacar. Sin embargo, los cambios despertaron sospechas. Una tarde, mientras Camila le explicaba geometría usando las baldosas del suelo, la señora Carmen, la jefa de servicio, los descubrió. Frunció el ceño. “¿Qué haces perdiendo el tiempo con el niño? Tu trabajo es limpiar, no jugar a ser maestra”. Camila se levantó de golpe, nerviosa.
“Perdón, señora, solo trataba de ayudar”. Carmen la amenazó con contarle todo a Don Ricardo, pero Julián, por primera vez, defendió a alguien. “No le diga nada. Ella es la única que me entiende. Por favor”. Sus palabras salieron con un temblor en la voz, pero con una sinceridad que sorprendió a Camila. Esa noche, Camila se quedó pensando.