“Eso es imposible”, murmuró llevándose la mano a la frente. Gabriel, con lágrimas en los ojos, se aferró al brazo de su padre. No es imposible, papá. Es real. Alejandro giró hacia la anciana, su voz aún cargada de rabia. ¿Qué demonios le hizo? Doña Emilia respiró hondo. Nada que pueda dañarlo. Solo le froté los ojos con un unüento de hierbas. Pero más importante que eso, le di fe. El millonario bufó con desprecio. Fe. La fe no cura la ceguera.
Tal vez no, respondió Emilia con la serenidad de quien guarda secretos profundos. Pero la fe despierta fuerzas que ni la ciencia entiende. Alejandro se acercó a ella mirándola con furia. Escúcheme bien. Si vuelve a tocar a mi hijo, la echaré de aquí sin un centavo. Pero Gabriel, temblando, se interpusó entre ambos. Si la echas, papá, me iré con ella. Las palabras fueron como un cuchillo en el corazón del millonario. Jamás había escuchado a su hijo revelarse así.
El despacho quedó en silencio, roto solo por el llanto ahogado del niño. Alejandro se dejó caer en el sillón, derrotado por un instante. En su mente, la lógica le gritaba que todo era un engaño. Pero en su corazón, el amor de padre le recordaba que su hijo estaba cambiando. Se llevó las manos a la cara. No lo entiendo”, susurró doña Emilia. Se inclinó hacia él con voz suave pero firme. “No necesita entenderlo, señor Montenegro. Solo necesita ver lo que su hijo ya está viviendo.
La oscuridad está cediendo.” El millonario levantó la mirada, sus ojos duros brillando con una mezcla de rabia y miedo. “Si esto resulta ser una mentira, juro que se arrepentirá.” La anciana sostuvo su mirada sin temor. Y si resulta ser verdad, señor, será usted quien deba arrepentirse por haber negado la luz tanto tiempo. Esa noche, mientras Alejandro bebía en soledad intentando acallar su tormenta, Gabriel dormía profundamente con una sonrisa en el rostro. En sus sueños ya no había solo sombras, había destellos, colores, formas que empezaban a nacer.
Y junto a su cama, doña Emilia rezaba en silencio, convencida de que lo imposible estaba apenas comenzando. El sol de la mañana bañaba la mansión Montenegro con un resplandor tibio. En el jardín, los empleados trabajaban con rutina, pero sus miradas se desviaban una y otra vez hacia un mismo lugar, el banco de piedra donde Gabriel se sentaba cada tarde. Ese día, sin embargo, no estaba inmóvil ni esperando la voz de doña Emilia. Estaba de pie, con los ojos entrecerrados, girando la cabeza hacia un árbol cercano.
“Allí”, gritó emocionado. “veo algo alto, grande. Es un árbol.” Las sirvientas se taparon la boca con las manos. El jardinero dejó caer sus tijeras. Doña Emilia, de pie junto a él, lo alentaba con calma. Sí, hijo, describe lo que sientes. Es marrón abajo y verde arriba, ¿verdad?, preguntó con voz entrecortada. Así es, respondió la anciana con lágrimas en los ojos. Acabas de describir un árbol. El murmullo de asombro se extendió entre los presentes. Por primera vez, la mansión fue testigo de que no eran imaginaciones.
Gabriel estaba viendo. La noticia corrió como pólvora. En la cocina, las empleadas repetían lo sucedido. El niño reconoció un árbol. ¿Te imaginas? Después de 8 años y todo desde que esa vieja lo toca. En los pasillos los guardias cuchicheaban. Si esto es cierto, el señor Montenegro no tendrá más remedio que aceptarlo. Pero Alejandro no quería escucharlo. Encerrado en su despacho, con un vaso de whisky en la mano, golpeaba el escritorio con furia. No puede ser. Es imposible.
Esa tarde reunió a un nuevo grupo de médicos en la sala principal. Los especialistas revisaron a Gabriel durante horas. Linternas, exámenes, pruebas con colores y objetos. El niño paciente respondía a cada estímulo. Eso es azul. Veo un destello rojo. Esa forma es cuadrada. Los doctores intercambiaron miradas perplejas. Finalmente, uno de ellos habló. Señor Montenegro, esto es inusual. No hay registro médico que explique esta recuperación. Alejandro golpeó la mesa. Quiero respuestas científicas. No titubeos. El doctor tragó saliva.
La única respuesta que tenemos es la más difícil. Su hijo está recuperando la vista contra todo pronóstico. Las palabras cayeron como piedras en la mente de Alejandro. El salón quedó en silencio. Gabriel, en cambio, sonrió y corrió hacia doña Emilia, que observaba desde el fondo. Señora Emilia, escuchó lo que dijeron. Estoy viendo. La anciana lo abrazó emocionada. Sí, hijo. La luz está entrando poco a poco. Los médicos miraban la escena con desconcierto, incapaces de negar lo evidente.
Pero el millonario, en lugar de alegrarse, sintió un fuego de rabia y orgullo ardiendo en su pecho. “Esto es ridículo”, gritó. “No fue por ti, vieja. Mi dinero, mis médicos, mis viajes, todo eso es lo que lo ha traído hasta aquí.” Doña Emilia sostuvo su mirada con serenidad. Puede creer lo que quiera, señor, pero su hijo sabe la verdad. Esa noche, en la cena, Gabriel sorprendió a todos. Mientras Alejandro hablaba con sus socios, el niño señaló la mesa.
Papá, esa copa es transparente y brilla. Todos se quedaron petrificados. Un murmullo recorrió la sala. Uno de los socios, con ironía, comentó, “¿No decías que era imposible, Alejandro?” El millonario apretó los dientes, sintiendo la humillación como un veneno. “No son más que ilusiones, repitió, aunque su voz ya no tenía la misma firmeza.” Gabriel bajó la cabeza, dolido por la dureza de su padre. Más tarde, cuando el niño ya dormía, Alejandro se quedó solo en su despacho. Encendió un cigarro y miró el retrato de su difunta esposa colgado en la pared.