“¿Qué debo hacer?”, susurró con la voz quebrada. “Nuestro hijo está cambiando y no es gracias a mí.” El silencio del cuarto fue la única respuesta. Por primera vez, Alejandro Montenegro, el hombre que creía que el dinero podía comprarlo todo, sintió miedo de perder lo único que realmente importaba, la confianza de su hijo. Mientras tanto, en la habitación de Gabriel, doña Emilia rezaba en silencio junto a su cama. Sabía que la batalla más difícil aún estaba por comenzar.
El niño ya veía destellos, colores, formas, pero la oscuridad más grande no estaba en sus ojos, sino en el corazón endurecido de su padre. La mansión Montenegro parecía haber cambiado de rostro. Donde antes reinaba la melancolía, ahora había expectación, rumores y miradas de asombro cada vez que Gabriel cruzaba los pasillos. El niño, que solía andar despacio y con miedo, ahora avanzaba con pasos más seguros. Tocaba los muros solo para orientarse, no para sobrevivir. Sus ojos, antes apagados comenzaban a brillar con un destello nuevo.
Pero aquel brillo que para todos era esperanza, para Alejandro se convirtió en un recordatorio de que algo estaba ocurriendo fuera de su control. El millonario reunió a sus socios en el gran salón. Sobre la mesa había informes médicos, fotografías y contratos. Señores, dijo con tono grave, mi hijo está recuperando la vista gracias a mis gestiones. He traído a los mejores especialistas, he invertido millones y ahora por fin estamos viendo resultados. Los socios lo miraban con cierta duda.
Uno de ellos se atrevió a preguntar, “¿No dicen los empleados que fue una anciana limpiadora la que inició el cambio?” Alejandro golpeó la mesa con fuerza. Supersticiones, nada más. Aquí no hay milagros, solo ciencia y dinero. Los hombres asintieron, aunque en sus miradas se notaba que no estaban del todo convencidos. Mientras tanto, en el jardín, Gabriel reía con doña Emilia. Mire, señora, ¿puedo seguir la luz del sol? No lo veo completo, pero sé hacia dónde está. La anciana lo animó a levantar los brazos.
Eso es, hijo. Deja que la luz te guíe. Cada día será un poco más clara. El niño la abrazó. Cuando estoy con usted, siento que todo es posible. Emilia lo acarició con ternura. No soy yo, Gabriel. Es tu propia fe la que abre el camino. Alejandro apareció de pronto interrumpiendo la escena. Basta ya de juegos. Rugió Gabriel. Ven conmigo. El niño retrocedió confundido. ¿Qué pasa, papá? El millonario lo tomó del brazo con firmeza. No quiero que pierdas el tiempo con esta mujer.
Lo que necesitas es disciplina médica, no cuentos de aldeas. Gabriel se soltó con un gesto que sorprendió a todos. Ella me ayudó. Papá, no los doctores, no tu dinero, sino ella. El silencio cayó en el jardín. Alejandro, herido en su orgullo, se giró hacia doña Emilia. Usted se está entrometiendo demasiado. Recuerde que está aquí para limpiar, no para manipular a mi hijo. La anciana no bajó la mirada. Yo no lo manipulo, señor, solo lo acompaño. Quizás lo que le incomoda no es mi presencia, sino que su hijo ha encontrado lo que usted con todo su poder, nunca le dio.
Confianza. Las palabras fueron como un golpe invisible. Esa noche Alejandro bebía en su despacho, atormentado. Miraba el retrato de su esposa fallecida y murmuraba, “Amor, nuestro hijo está cambiando, pero no gracias a mí. ¿Cómo puedo permitir que el mundo crea que una anciana ignorante lo logró?” De pronto, una idea oscura cruzó su mente. Si no podía negar lo que sucedía, debía apropiarse de ello. Al día siguiente, organizó una rueda de prensa en la mansión. Frente a cámaras y periodistas, Alejandro declaró, “Es cierto, mi hijo está recuperando la vista y todo gracias a los tratamientos exclusivos que hemos traído del extranjero.
” Gabriel, sentado a su lado, frunció el ceño. “Papá, no digas eso.” Fue la señora Emilia. Alejandro lo interrumpió con una sonrisa forzada. “Hijo, todo lo que tienes se debe a mi esfuerzo. No confundas las cosas. Los flashes iluminaron el rostro del niño que bajó la mirada con lágrimas contenidas. En cuanto terminó la conferencia, Gabriel corrió hacia el cuarto de doña Emilia. “¿Por qué papá no quiere decir la verdad?”, preguntó con voz quebrada. La anciana lo abrazó con fuerza.
Porque a veces, hijo, los adultos creen que aceptar un milagro es aceptar que no lo controlan todo. Gabriel la miró con determinación. No me importa lo que diga. Yo sé que usted me está devolviendo la luz. Los días siguientes, Alejandro intentó llenar la mansión de médicos, periodistas y socios, todos convencidos de que él era el héroe detrás de la recuperación de Gabriel. Pero cada vez que el niño se mostraba más fuerte, más seguro, siempre corría primero a los brazos de doña Emilia.