Y lo peor es que el señor Alejandro se enterará y no lo permitirá. Sus palabras eran cuchillos, pero Emilia no se dejaba intimidar. Sabía que la fe del niño necesitaba cuidado, como una semilla frágil que empezaba a brotar en tierra árida. Una noche, mientras Gabriel cenaba con su padre, ocurrió algo que nadie esperaba. El niño dejó la cuchara sobre el plato y dijo con firmeza, “Papá, hoy vi el color rojo en la bufanda de una de las mucamas.” Alejandro casi se atragantó con el vino.
Basta, Gabriel, no repitas esas fantasías frente a mí. No son fantasías, papá. Lo vi. El millonario golpeó la mesa con furia. Lo único que verás es la realidad. Eres ciego. Gabriel se quedó en silencio con los ojos llenos de lágrimas. Doña Emilia, que observaba desde la puerta, sintió que era el momento de actuar. No podía dejar que las palabras del padre apagaran la chispa de esperanza que había nacido en el niño. Al día siguiente, cuando encontró a Gabriel llorando en su habitación, sacó de su bolso un pequeño frasco de vidrio.
Dentro había unüento espeso de color ámbar, que despedía un aroma a hierbas y resina. Gabriel olfateó el aire, curioso. ¿Qué es eso? Es un remedio antiguo que me enseñó mi abuela, explicó Emilia. Ella lo usaba para aliviar los ojos cansados de los campesinos que pasaban días enteros bajo el sol. Nunca fallaba en dar consuelo y a veces más que eso. El niño parpadeó nervioso. ¿Usted cree que me pueda ayudar? La anciana acarició su rostro con ternura. No prometo milagros, hijo, pero sí te prometo que lo haré con amor y fe.
Y a veces eso abre caminos que nadie imagina. Gabriel, con voz temblorosa, asintió. Hágalo, por favor. Doña Emilia hundió las yemas de sus dedos en el unüento y lo frotó suavemente sobre los párpados del niño. Sus manos arrugadas se movían con cuidado, casi como si rezara en silencio con cada caricia. “Cierra los ojos y respira hondo”, le indicó. “Siente como la oscuridad se calma.” El niño obedeció. Por un momento no ocurrió nada hasta que de pronto Gabriel se estremeció.
Una luz, exclamó. Es como si el sol estuviera dentro de mis ojos. Las lágrimas de doña Emilia se mezclaron con el ungüento que aún tenía en las manos. ¿De verdad lo sientes, hijo? Sí. Es como si la oscuridad se abriera un poquito. Gabriel reía y lloraba al mismo tiempo, abrazando a la anciana con todas sus fuerzas. En el pasillo, una de las mucamas observaba la escena a escondidas. Corrió de inmediato a contarle al mayordomo. La vieja le puso algo en los ojos al niño.
Lo está embrujando. El mayordomo, preocupado, se dirigió al despacho de Alejandro. Señor, debe saber algo. La nueva limpiadora está usando remedios raros con el niño. El rostro del millonario se endureció. Esa mujer se está pasando de la raya. Esa noche, mientras Gabriel dormía con una sonrisa serena, doña Emilia rezaba en silencio junto a la ventana. Sabía que lo que había hecho traería consecuencias, pero también sabía que el destino ya había sido puesto en marcha, porque aquel gesto sencillo y poderoso, había abierto una grieta en la oscuridad de Gabriel, y nadie, ni siquiera el millonario, podría detener lo que estaba a punto de florecer.
La mansión amaneció con un aire distinto. Los rumores se habían esparcido por cada rincón como un incendio. Todos hablaban de lo mismo. La anciana frotó los ojos del niño y él dice que vio luces. En la cocina las sirvientas cuchicheaban con nerviosismo. ¿Será brujería o quizá una estafa? Esas viejas saben engañar con historias. No, yo lo vi sonriendo. Hacía años que no sonreía así. Pero no todos lo veían con buenos ojos. El mayordomo, preocupado por su empleo, llevó el asunto directamente a Alejandro Montenegro.
“Señor”, dijo con voz grave. La limpiadora se atrevió a ponerle unentos en los ojos al niño. Dice que es un remedio casero. Alejandro apretó los puños sobre el escritorio de Caoba. se está burlando de mí, de mi casa y de mi hijo. Se levantó de golpe, caminó hacia la puerta y con voz de trueno, ordenó, “Tráiganme a esa mujer ahora mismo.” Minutos después, doña Emilia entraba al despacho. No parecía intimidada. Llevaba el mismo bolso de tela colgado en el brazo y en sus manos aún quedaba un leve aroma de hierbas.
Alejandro la fulminó con la mirada. ¿Quién se cree que es para jugar con la salud de mi hijo? Usted es una simple limpiadora. La anciana lo miró con calma. Soy una mujer que solo quiere ayudar a un niño que vive en la oscuridad. Mentira, rugió el millonario golpeando el escritorio. Lo está confundiendo. Le está llenando la cabeza de ilusiones. En ese instante, la puerta se abrió bruscamente y Gabriel entró corriendo. Papá, no la regañes. El niño avanzó con seguridad sorprendente, guiándose apenas con las manos.
Fue ella, fue doña Emilia quien me ayudó a ver la luz. Alejandro lo miró incrédulo. Hijo, no repitas esas fantasías. Pero Gabriel no se detuvo. Papá, lo juro. Cuando ella tocó mis ojos, vi un resplandor y hoy, hoy vi el color verde en el jardín. El silencio cayó como un trueno. El millonario se quedó paralizado. Las palabras de su hijo eran tan firmes que no parecían invento. Recordó como en los últimos días lo había visto caminar más seguro, reír con más fuerza, señalar cosas que antes no podía.