EL HIJO DEL MILLONARIO ERA CIEGO, HASTA QUE UNA ANCIANA FROTÓ SUS OJOS Y SUCEDIÓ ALGO IMPOSIBLE… —Papá, ¿cómo es el color del cielo?

Haré lo que tenga que hacer, nada más. Las demás sirvientas la observaron de reojo. Algunas sonrieron con sorna. ¿Viste? Otra vieja que viene a ganarse unas monedas. Seguro no dura ni una semana. La anciana no respondió, solo apretó el bolso contra su pecho y comenzó a caminar por los pasillos. Mientras tanto, en el jardín trasero, Gabriel estaba sentado en un banco de piedra con el rostro levantado hacia el sol. Sus manos acariciaban el aire como si intentara atrapar la luz que no podía ver.

Aquel era su refugio, el rincón donde imaginaba colores y paisajes a partir de los sonidos de los pájaros y el olor de las flores. Fue allí donde escuchó por primera vez la voz de doña Emilia. Hermoso el día, ¿verdad, niño? Gabriel giró la cabeza hacia la dirección del sonido. ¿Quién está ahí? Solo una vieja que limpia pisos, respondió ella con dulzura. ¿Y tú quién eres? El niño sonrió tímidamente. Soy Gabriel. Vivo aquí, pero no veo nada. Doña Emilia se acercó despacio, sin miedo ni compasión.

Eso no significa que no sientas. Y a veces, hijo, sentir es más importante que ver. Gabriel se quedó en silencio. Estaba acostumbrado a escuchar frases de lástima, palabras huecas de doctores, pero nunca algo así. ¿Y cómo sabe usted cómo se siente no ver? Preguntó con cautela. La anciana se sentó a su lado en el banco de piedra. Porque yo también viví en la oscuridad una vez, no en los ojos, sino en el corazón. Gabriel frunció el ceño intrigado.

¿Y cómo salió? Doña Emilia sonrió mostrando unas arrugas que parecían mapas de sabiduría. Aprendí a escuchar al mundo. El viento, los árboles, las voces y un día la luz volvió a mí. El niño, que siempre había sido desconfiado con extraños, sintió algo diferente. No era lástima lo que salía de la voz de aquella mujer, sino comprensión. ¿Me podría enseñar a escuchar como usted?”, preguntó ilusionado. “Claro que sí”, respondió Emilia. “Cierra los ojos, aunque ya los tengas cerrados, y dime, ¿qué escuchas ahora?” Gabriel obedeció.

El canto de un pájaro, el murmullo de las hojas movidas por el viento, el crujir de la grava bajo los pasos de alguien lejano. Escucho muchas cosas, dijo sorprendido. Entonces, ya tienes la mitad del camino, respondió la anciana con ternura. En el balcón de la mansión, dos sirvientas observaban la escena. Mira la vieja hablando con el niño. Va, que no se encariñe mucho. Don Alejandro no permite que nadie se acerque demasiado a él. Pero Gabriel no quería apartarse.

Había sentido más calidez en 10 minutos con aquella anciana que en todos los años de visitas de doctores. ¿Vendrá mañana también?, preguntó con voz esperanzada. Claro que sí, hijo. Si Dios me da fuerzas, limpiaré esta mansión todos los días. Y mientras tanto, si me lo permites, puedo acompañarte. Gabriel sonrió como hacía mucho tiempo no lo hacía. Entonces, mañana quiero seguir escuchando. Esa tarde, cuando Alejandro Montenegro regresó de sus negocios, vio a su hijo riendo en el jardín.

Hacía años que no lo veía así. ¿Qué te pasa, hijo? ¿Por qué estás tan contento? Gabriel respondió con inocencia. Conocí a una señora que me enseñó a escuchar el mundo. Alejandro arqueó una ceja incrédulo. Una limpiadora. Bufó con desdén. No llenes tu cabeza con tonterías. Esa gente no sabe nada de la vida. Pero en su interior, el millonario no pudo ignorar que la risa de su hijo había regresado gracias a alguien a quien él ni siquiera consideraba digna de mirar.

Lo que no sabía era que aquella anciana, con sus manos arrugadas, estaba destinada a desafiar lo imposible. El sol de la mañana entraba por los ventanales altos de la mansión Montenegro, iluminando los pasillos de mármol como un templo de riqueza. Los criados corrían de un lado a otro organizando la jornada. En medio del ajetreo, doña Emilia avanzaba con su balde y su trapo, ignorando las miradas de burla que la seguían como sombras. Mírala, parece una abuela salida de una aldea”, murmuró una cocinera.

“No durará ni una semana, ya lo verás. Esa escoba pesa más que ella”, respondió otra provocando carcajadas. La anciana sonrió con serenidad. No estaba allí para agradar a nadie, solo para ganarse un sustento, sin proponérselo, cumplir un destino que ni ella sospechaba. Mientras tanto, en el jardín Gabriel esperaba ansioso. Había pasado la noche en vela recordando la voz de aquella mujer que le había enseñado a escuchar el mundo. Nunca antes alguien le había hablado así, sin compasión ni falsas promesas.

Cuando oyó el arrastre del balde y el golpeteo de los zapatos gastados en la grava, sonríó. Señora Emilia. La anciana se detuvo sorprendida. Vaya, hijo, ¿ya estabas esperando? Sí, ayer me dijo que me enseñaría más cosas. Doña Emilia dejó el balde a un lado, se acomodó en el banco de piedra junto a él y le acarició suavemente la mano. Muy bien, hoy aprenderemos a reconocer el mundo con la piel. Sacó de su bolso de tela un limón, una ramita de lavanda y un trozo de corteza de árbol.

“Toca esto”, dijo poniéndole el limón en las manos. Gabriel palpó la superficie rugosa. Es áspero, frío. Exacto. Ahora huélelo. El niño acercó el limón a la nariz y se rió. Huele fuerte, como a jugo agrio. Luego tomó la lavanda, suave y huele bonito. Finalmente, la corteza. Dura como piedra, pero tiene un olor a tierra. La anciana lo miró con ternura. ¿Ves? Aunque no puedas mirar, ya estás conociendo el mundo. La vista es solo una ventana, hijo. Pero el alma tiene muchas puertas.

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