EL HIJO DEL MILLONARIO ERA CIEGO, HASTA QUE UNA ANCIANA FROTÓ SUS OJOS Y SUCEDIÓ ALGO IMPOSIBLE… —Papá, ¿cómo es el color del cielo?

En un balcón cercano, dos sirvientas observaban la escena con burla. Mira a la vieja jugando a ser maestra. Y el niño ilusionado con ramitas, pobrecito. Ambas rieron, pero no se dieron cuenta de que Alejandro Montenegro las escuchaba al pasar. ¿De qué se ríen? preguntó con frialdad. Las mujeres se sobresaltaron. De nada, señor. Alejandro frunció el ceño y se asomó al jardín. Allí vio a su hijo riendo mientras olía una ramita de la banda acompañado por la anciana.

“Ridículo”, murmuró entre dientes. “Ese niño necesita médicos, no cuentos de una limpiadora. ” Al caer la tarde durante la cena, Gabriel no dejaba de hablar de su nuevo aprendizaje. Papá, hoy supe cómo huele la lavanda, cómo se siente la corteza de un árbol y hasta descubrí que el limón es áspero. Los socios de Alejandro, invitados a la mesa, se miraron entre sí con sonrisas irónicas. Uno de ellos comentó, “¿Y quién le enseñó eso? Un doctor de Europa?” Gabriel negó con orgullo.

No fue doña Emilia, la señora que limpia los pasillos. El comedor estalló en risas contenidas. Alejandro enrojeció de rabia. Basta, Gabriel, no menciones esas tonterías en la mesa. El niño bajó la cabeza herido. Más tarde, cuando todos se retiraron, Alejandro llamó al mayordomo. Quiero que esa anciana se limite a sus labores. Que no se acerque más a mi hijo. El mayordomo asintió. Sí, señor. Pero al día siguiente, Gabriel volvió a buscar a doña Emilia en el jardín.

No le digas a papá”, le pidió en voz baja. “Pero quiero seguir aprendiendo contigo.” La anciana lo abrazó suavemente. Tranquilo, hijo. No estoy aquí para desobedecer, sino para acompañarte. Y mientras tú quieras, aquí estaré. Con cada día que pasaba, el vínculo entre ambos se fortalecía. Gabriel, que antes se hundía en la soledad, comenzó a sonreír más, a preguntar, a reír con cosas simples. Doña Emilia no le prometía milagros, solo le enseñaba a sentir la vida de otra manera.

Y esa chispa de luz, aunque invisible para los ojos, comenzaba a encenderse en su corazón. Pero la arrogancia de Alejandro no tardaría en convertirse en un obstáculo, porque el millonario aún creía que todo lo que no podía comprarse con dinero no valía la pena. y estaba dispuesto a apartar a la anciana de la vida de su hijo, sin imaginar que esas manos arrugadas serían las que algún día harían lo imposible. Los corredores de la mansión Montenegro parecían un laberinto de susurros.

Cada vez que doña Emilia pasaba con su balde y su trapo, los empleados contenían la risa. “Mírala, la maestra de aromas”, decía una mucama imitando como Gabriel olía flores y frutas bajo la guía de la anciana. Yo digo que la vieja le está llenando la cabeza de tonterías. ¿Qué puede enseñarle una limpiadora? Añadía un jardinero. Las risas se multiplicaban rebotando en las paredes de mármol. Doña Emilia no respondía. Caminaba despacio con la serenidad de quien sabe que la verdad no necesita defenderse a gritos.

Gabriel, en cambio, esperaba cada día con impaciencia. ¿Qué aprenderemos hoy, señora Emilia?, preguntaba con ilusión. La anciana sacaba de su bolso objetos sencillos, una piedra lisa, un puñado de tierra húmeda, un trozo de pan recién horneado. Hoy aprenderás que cada cosa guarda un secreto. La piedra te enseña paciencia, la tierra, vida y el pan, calor. El niño sonreía, acariciaba, olía, probaba. Por primera vez en años su mundo oscuro empezaba a llenarse de sensaciones que lo hacían vibrar.

Pero aquella complicidad no pasó desapercibida. Una tarde, Alejandro Montenegro observó desde lejos como su hijo reía mientras doña Emilia le contaba historias. Su ceño se frunció. “Basta”, murmuró con rabia contenida. “No permitiré que una limpiadora reemplace a los médicos. ” Esa misma noche, durante la cena, Alejandro habló con voz dura. Gabriel, ya basta de perder el tiempo con esa mujer. Ella está aquí para limpiar, no para enseñarte nada. El niño bajó la cabeza, pero luego, con valor respondió, “Papá, contigo vienen doctores que me ponen agujas, me hacen preguntas y después me dicen que no hay solución.

Ella no me cura, pero me hace sentir feliz. ¿Por qué no puedo verla?” El silencio se volvió insoportable. Los socios de Alejandro presentes en la mesa se miraron incómodos, pero el millonario golpeó el vaso contra la mesa y sentenció, “Porque yo lo digo.” Al día siguiente, Alejandro ordenó al mayordomo que esa anciana no vuelva a acercarse al niño. Si desobedece, despídela. El mayordomo asintió con frialdad. Sí, señor Montenegro. Gabriel lo supo esa misma tarde. Esperó en el jardín, pero doña Emilia no apareció.

Esperó en la escalera, pero tampoco la escuchó pasar. Su corazón latía con ansiedad hasta que finalmente la oyó limpiar un pasillo cercano. “Señora Emilia!” gritó con desesperación. La anciana se detuvo, pero no se acercó. No debo, hijo. Me han prohibido estar contigo. Gabriel caminó a tientas, siguiendo su voz hasta llegar a ella. No me importa lo que digan, yo quiero que esté conmigo. Doña Emilia lo abrazó con ternura, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. No quiero causarte problemas, Gabriel.

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