No te preocupes, hijo. Papá encontrará a alguien. Hay que insistir. Pero Gabriel bajó la cabeza. Yo no quiero doctores, yo solo quiero que te quedes conmigo. Las palabras inocentes del niño fueron como un golpe al corazón del millonario. Sin embargo, Alejandro no supo responder y se refugió en lo único que conocía, su dinero. Esa misma noche, en el gran comedor de la mansión, Alejandro reunió a sus socios, levantó una copa de vino y declaró con arrogancia, “Mi hijo no será un ciego toda su vida.

He traído médicos de Europa, Asia y América. Si es necesario, construiré un hospital privado solo para él. Los hombres aplaudieron adulando al poderoso montenegro. Así se habla, Alejandro. Con dinero todo se logra. Ningún hijo tuyo puede ser una derrota. Mientras tanto, en el piso superior, Gabriel estaba sentado solo en su cama, acariciando el osito de peluche que nunca soltaba. Las risas y los brindies llegaban a su cuarto como ecos de un mundo del que no formaba parte.
Los días pasaron y la rutina se repitió. Médicos entrando y saliendo, diagnósticos fríos, promesas rotas. Gabriel, cada vez más callado, comenzó a rechazar las visitas médicas. “No quiero que me toquen más los ojos”, le dijo un día a su padre. “Me duele más la esperanza que las agujas.” Alejandro no supo que contestar. Para él, admitir derrota era inaceptable. Escúchame, hijo. Un montro nunca se rinde. El niño, con lágrimas en los ojos ciegos, respondió, “Yo no soy un montenegro, papá.
Yo solo soy un niño que vive en la oscuridad.” En la mansión, los empleados comentaban entre murmullos. El señor Montenegro trae médicos como si fueran vendedores de feria. Y el pobre niño, siempre solo, siempre triste. Aquí hay oro en cada rincón, pero lo que falta es amor. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero todos lo sabían. Alejandro, con todo su dinero, era incapaz de darle a Gabriel lo único que realmente necesitaba. Una mañana, al ver a su hijo sentado en el jardín, con el rostro vuelto hacia el sol que no podía ver, Alejandro sintió una punzada en el pecho.
Por primera vez se preguntó si tanto dinero de verdad servía para algo, pero su orgullo hizo apartar ese pensamiento de inmediato. No lo lograré. Lo haré ver cueste lo que cueste. Se repitió como si al decirlo en voz alta pudiera convencer al destino. Lo que no sabía era que el destino ya había trazado su propio plan y la respuesta a su arrogancia no llegaría de un médico con títulos, sino de una anciana humilde que estaba a punto de entrar en la mansión.
El reloj marcaba las 7 de la mañana cuando un coche viejo, casi tan gastado como sus años, se detuvo frente a la reja de la mansión Montenegro. De él bajó una mujer encorbada con cabello gris recogido en un moño sencillo, manos arrugadas y mirada serena. Llevaba un bolso de tela desgastado colgado del brazo y unos zapatos que parecían haber recorrido más caminos de los que cualquiera podría contar. Su nombre era doña Emilia. Había sido contratada como limpiadora a través de una agencia que apenas sabía quién era.
Para la administración de la mansión no era más que otra empleada temporal. Pero nadie sospechaba que con ella también llegaba algo más, un aire distinto, una presencia capaz de alterar silenciosamente el destino de quienes habitaban aquella casa. El mayordomo la recibió con desdén. “Usted es la nueva”, dijo revisando una libreta. “Tendrá a cargo la limpieza de los pasillos secundarios y el ala este. No se meta en donde no la llamen.” Doña Emilia asintió con humildad. No se preocupe, hijo.